domingo, 4 de abril de 2010

Valencia, 1410

Hoy, cuando iba por el pan “me encontré” con una de las miles de procesiones de Semana Santa, en este caso, del Domingo de Resurrección. Decidí seguirla, porque vi poca gente y me pareció llamativo que solo las mujeres cargaran la pesadísima imagen del Cristo resucitado. En realidad, consideré que una buena oportunidad para hacer fotos.

Pero, apenas una calle más adelante, esperaba la mayor cantidad de personas; unos y otros disfrazados de cristos, vírgenes, apóstoles, mariscales y soldados de opereta; había dos bandas de música y, a lo lejos, la imagen de la Virgen que exhalaba el aroma sutil de flores suaves.

Hice muchas fotos, pero cuando se encontraron las dos imágenes, y movieron la de Jesús dando saltitos para expresar alborozo, sonaron los cohetes y petardos y lanzaron confeti, tuve una revelación: ENTENDÍ. Enseguida, me olvidé de la cámara. Sí, un recuerdo de mi niñez, en el que creía que todo lo que allí pasaba era natural o que debía ser así, me hizo comprender, primero, sociológicamente, luego, con un pálpito de emoción, cómo si me encontrara en una calle de Valencia en la Semana Santa de 1410, en el Medioevo que vivió España.

La tradición ancestral de imaginar y luego de representar para entender, y quizá para creer, me pareció espectacular. Porque todavía hay mucha gente que necesita ver dos esculturas revestidas de preciosos mantos y solemnidades para hacer palpable el “misterio” revelado que nos enseñaban en nuestras clases de religión. La gente aplaudía y lloraba y juro que me recorrió un escalofrío: era como si de verdad una madre y su hijo resucitado se encontraran y el Mundo estuviera salvado para siempre.

Y entonces ya se puede comer la mona de Pascua y toda la carne posible.

Me he puesto a pensar en que todos los cambios son imperceptibles, que el grueso de la población está unida con nuestros tataratataratatarabuelos medievales por medio de un flujo emocional que nos deslumbra; que los procesos históricos solo son denominaciones de los libros, que seguimos siendo fibra y nervio, aunque revistamos de capas de lógica buena parte de nuestra conducta.  
 
Al final, solo quedaron confeti y restos de pólvora en las calles. Estaba indecisa, entre el pan y la Iglesia adonde fueron todos. 

No diré el final. 



1 comentario:

Hermes dijo...

Recuerdo que en la época en que iba religiosamente a misa todos los domingos y vivía en Sevilla, no dejaba de extrañarme cómo una imagen tan pequeña, la de la virgen de la Macarena, pudiera causar tanta algarabía. Cuando ya se acercaba la semana santa, uno de mis compañeros de curso, un sevillano presumido (claro, que el tópico hace que sea una redundancia, pero éste sí que era un sevillano presumido) me preguntó si había estado por semana santa en Sevilla. Cuando le dije que no, se rió y me dijo que entonces no sabía lo que era la semana santa. Tuve que darle la razón, aunque me costara. El momento apoteósico fue el ver desde el puente de Triana como las procesiones de La Macarena y de la Esperanza de Triana casi se intersectan. A los gritos de guapa, guapa, guapa de ambos bandos para sus respectivas vírgenes, las dos archienemigas manifestaciones de una misma virgen, casi me pongo a llorar al ver la misma figurita de poca cosa que podía ver cada domingo entre bostezo y bostezo sin despertar mucho en mí. Entonces descubrí lo que es la histeria colectiva. Somos humanos, somos gregarios por naturaleza y somos víctimas de las masas y otros sentimientos primitivos...