domingo, 21 de noviembre de 2010

Las idas y las vueltas


Las idas

Voy en el metro. Como si fuera un tren de larga distancia, me dirijo al último pueblo de la línea 1: Villanueva de Castellón, a casi dos horas del inicio del recorrido. La tira de hierros, rodeada de huerta y terrenos baldíos, atraviesa pueblos cuyos nombres quizá no repita nunca, o no pueda recordar dentro de media hora: Omet, Espioca, Font Almaguer…

Me pregunto si estos poblados no habrían desaparecido hace tiempo de no ser por las vías, y pienso, como no, en Venezuela, cuando aún había perspectiva de progreso y los cuartos o quintos oros petroleros podrían haberse invertido en infraestructura, esa que tiene la intención de conectar, de comunicar las gentes, las tierras, la riqueza de unas y otras, la vida. Pero no hubo intención entonces y menos la hay ahora.

Las garzas que también espigan los naranjos y no solo los arrozales, como creía, se repiten en varios paisajes, y la bandada de pájaros regordetes se quedó atrás. (Pero los he visto.) La torre de la iglesia de Carlet tal vez se parece a la de Alginet y a la de aquel pueblo cuyo nombre empiezo a olvidar. (Pero las he oteado.) ¡Y no creo haber apreciado árboles más repletos de naranjas o de caquis! Sé de alguno que disfrutará de estas miradas que relato, y solo las vías me permiten referírselo.

Las personas se desplazan, se mueven, miran y hablan. Una señora entra en la estación de Massalavés y dice «Hola, buenos días». ¡En el metro! ¡Qué lujo!

Ya es hora de conquistar Villanueva de Castellón. Cuando exploramos, muchas veces desaparece el ensueño. Pero ahora, enfrente, tengo una montaña y mis ojos se esparcen. Así lo cuento, así me place.

Salgo, voy. «Hasta luego, señora».


Las vueltas


Tengo esa sensación de la añoranza reciente. Es la anticipación de percibir y comprender como muy probable no retornar a un punto por el resto de la vida.

En Villanueva de Castellón me dediqué a esperar la hora de mi cita. Mientras tanto, atravesé el mismo mercadillo (ventas ambulantes por un día a la semana en un espacio determinado) de todos los pueblos de España. Di media vuelta y me dirigí al Mercado del pueblo, reformado recientemente, en donde, para mi desconsuelo, no había naranjas.

Llegué a mi entrevista en el estupendo edificio de 1901 que alberga el colegio Santo Domingo. Al entrar, una religiosa ya anciana acariciaba su gata negra, a la que operarían dentro de unas horas “para que no tuviera gatitos”. Quise preguntarle  a la monja sobre las nuevas políticas del Vaticano en materia de regulación de nacimientos, pero preferí acariciarla a la gata, desearle suerte y consuelo por si intuía lo que estaba por ocurrir.

Cuando terminé mi trabajo y a falta de otra hora para el paso del metro, regresé a la estación. Pregunté a media docena de hombres mayores que se reúnen allí para la tertulia diaria, dónde podría conseguir naranjas de huerto. Estupefactos, contestaron lo que había que responder: «En el huerto». Ellos en catalán y yo en español, y sin que nadie dejara de entenderse. Trataron de convencerme de la naturalidad de esa acción, mientras yo mal justificaba razones por las que no debía entrar a una propiedad privada para hurtar frutos. Se reían de mí y daba gusto ver en algunos sus encías amplias, sin adornos, entiéndase, sin dientes.

─¿Por qué no?  ─preguntó don Miguel, quien ya se había presentado. ─Los rumanos entran y se las llevan en furgonetas.
─Precisamente…no hago esas cosas que hacen algunos rumanos y de otros sitios.
─¡Pero si tú no tienes furgoneta!
─Ya, ya ─empecé a responder un poco fastidiada por zanjar lo que me resultaba obvio. ─No me llevaré nada que no me den.
─¡Ah! –observó don Pepe, otro de los presentes. ─Haberlo dicho antes. A medio kilómetro está mi finca, y te llevas unos cinco kilos.
─Gracias, gracias, no, no, prefiero conversar con ustedes. No vaya a perderme el metro.

Y así fue como terminé conociendo la situación de la naranja para el agricultor, como por el mismo euro que en la ciudad cuesta un kilo, a él, los intermediarios le exigen 13 kilos. También supe que la naranja de la zona, desde allí a Tarragona, es tan buena como la de Xátiva y sus alrededores y mejor que la de Cullera y los suyos, por tamaño y dulzor. Y además, he sabido que allí nadie compra naranjas, porque todos tienen su huerto, el del hermano, amigo, etc. Así que la estadística que explica que en la Comunidad Valenciana la compra del fruto es inferior que la del resto de España resulta lógica e inútil: no hay que comprar lo que ya se posee. Claro, y así entendí porqué no hay naranjas en el mercado del pueblo.

También me recomendaron comer siete u ocho naranjas diarias. Ellos no saben de gripes ni catarros.

Seguidamente, hablamos de caquis, ciruelos, fresas y fresones. Y, al despedirme –ya llegaba mi transporte del tiempo–, me invitaron a volver para ser obsequiada con todos los frutos que pudiera llevarme. Todos nos dimos un par de besos y me desearon buena suerte en mi embarazo…

…Sorprendida, con un pie en la puerta y otro fuera, me di cuenta de que la chaqueta semiabierta dejaba ver una panza de sobrepeso (sin criaturas, por favor, que nadie se alarme). Sonreí, lancé un beso en el aire y se quedaron diciéndome adiós cuando cerraron las puertas.

Es curioso, pensaba durante el recorrido; también le deseé suerte a la gata del colegio.