domingo, 18 de abril de 2010

Dadle un fusil a un pueblo hambriento…


El 13 de abril, Pedro Pérez empezó a bajar del cerro a las 5:30 am. Bien entrenado desde la infancia en el arte de los escalones, llegó junto a la parada de los microbuses en 20 minutos.

Desde allí, un poco más tranquilo, fuera de las miradas de los «choros», sacó el celular de última generación y llamó a su jefe de la compañía de Seguridad, para decirle que esa mañana no iría al edificio donde trabaja, pero que ya había hablado con Maikel, el compañero y «pana», que le iba a hacer la suplencia.
—¿Y para que será ese permiso, Pedro?
—Jefe, ¿no se acuerda? ¡Hoy es la jura! ¡Hoy me hago miliciano!

Y es que era el «Día de la Milicia, Día del Pueblo en Armas y Día de la Revolución de Abril», nueva efeméride que celebra el «glorioso» momento en el que Hugo Chávez Frías dejó de ser un anónimo teniente paracaidista para pasar a ser un notorio… paracaidista. El favor se lo hizo un golpe de Estado en el que murieron unos muchachitos que ¡casualidades de la vida!, llevaban un fusil.

Más de treinta y cuatro mil, eso dicen las noticias oficiales, son los milicianos formados en el arte de matar con fusiles viejos, en unos locales acondicionados al efecto. Unos por cojera, otros por psicopatías, algún otro por edad (Pedro se sorprendía de ver a un señor de 95 años portando el arma, «más firme que el propio acero que sostenía»), y la mayoría, por desidia, no habían podido hacerse militares o no habían tenido tiempo de pensárselo en serio. Pero esto sí era de verdad y no había que hacer ningún esfuerzo… Salvo morirse, morirse por la Revolución, si fuera necesario.

El fusil es el arma del pueblo, seguramente, porque servirá para agredir al pueblo mismo, a la «burguesía» que, en la mente de todos los que nunca leerán un libro de Historia, asocian a la clase media que posee apartamento propio, vive en el Este y tiene una 4 X 4. Claro, habrá que excluir a los funcionarios gubernamentales, porque ellos deben gozar de esos lujos para luchar con las mismas armas de los escuálidos. De ser preciso lo dejarán todo por la Revolución.

Pedro hasta lloró. Nunca pensó ser parte de un momento histórico. Ahora su vida tenía sentido: defender la causa es lo más bonito del Mundo. Y mira qué cosas: El Presidente con la espada de Bolívar en la avenida… Bolívar. Eso sí es grande, mi hermano.

Después de vivir tantas emociones a Pedro le dio hambre, así que se fue a celebrar al Mc Donald`s del centro.
—Pero… ¿y dónde está el Mc Donald`s? —pregunta a uno de esos sabios que miran al infinito.
—Ay panita, lo quitaron. Es que en la plaza van a poner una estatua de Fidel y dizque no puede haber «contradicciones ideológicas».
—Cónchale, vale, ¿y tú no sabes donde hay un Burger King?

domingo, 11 de abril de 2010

Katyn


Había olvidado que hace unos meses vimos la magnífica Katyn de Andrzej Wajda (en un cine de culto, no descargada —al menos por esta vez—), en cuya función solo estábamos Srdjan y yo.

Katyn es el destino fúnebre de aquellos intelectuales y líderes polacos asesinados por el Gobierno de Stalin, crímenes reiteradamente rechazados por la Unión Soviética en lo que respecta a su responsabilidad directa y atribuidos a la Alemania nazi.

Ayer, la comitiva polaca encabezada por su Presidente se dirigía a esos bosques de Katyn para conmemorar el hecho; les recibiría y acompañaría Vladimir Putin, y al instante me acordé de la opresión en el pecho y profunda tristeza que sentimos durante la visión de la película, de esa sala solitaria de la que partimos en silencio, perpetuado durante una hora, hasta que llegamos a casa, sin hacer caso del frío, del largo paseo y de la noche.

domingo, 4 de abril de 2010

Valencia, 1410

Hoy, cuando iba por el pan “me encontré” con una de las miles de procesiones de Semana Santa, en este caso, del Domingo de Resurrección. Decidí seguirla, porque vi poca gente y me pareció llamativo que solo las mujeres cargaran la pesadísima imagen del Cristo resucitado. En realidad, consideré que una buena oportunidad para hacer fotos.

Pero, apenas una calle más adelante, esperaba la mayor cantidad de personas; unos y otros disfrazados de cristos, vírgenes, apóstoles, mariscales y soldados de opereta; había dos bandas de música y, a lo lejos, la imagen de la Virgen que exhalaba el aroma sutil de flores suaves.

Hice muchas fotos, pero cuando se encontraron las dos imágenes, y movieron la de Jesús dando saltitos para expresar alborozo, sonaron los cohetes y petardos y lanzaron confeti, tuve una revelación: ENTENDÍ. Enseguida, me olvidé de la cámara. Sí, un recuerdo de mi niñez, en el que creía que todo lo que allí pasaba era natural o que debía ser así, me hizo comprender, primero, sociológicamente, luego, con un pálpito de emoción, cómo si me encontrara en una calle de Valencia en la Semana Santa de 1410, en el Medioevo que vivió España.

La tradición ancestral de imaginar y luego de representar para entender, y quizá para creer, me pareció espectacular. Porque todavía hay mucha gente que necesita ver dos esculturas revestidas de preciosos mantos y solemnidades para hacer palpable el “misterio” revelado que nos enseñaban en nuestras clases de religión. La gente aplaudía y lloraba y juro que me recorrió un escalofrío: era como si de verdad una madre y su hijo resucitado se encontraran y el Mundo estuviera salvado para siempre.

Y entonces ya se puede comer la mona de Pascua y toda la carne posible.

Me he puesto a pensar en que todos los cambios son imperceptibles, que el grueso de la población está unida con nuestros tataratataratatarabuelos medievales por medio de un flujo emocional que nos deslumbra; que los procesos históricos solo son denominaciones de los libros, que seguimos siendo fibra y nervio, aunque revistamos de capas de lógica buena parte de nuestra conducta.  
 
Al final, solo quedaron confeti y restos de pólvora en las calles. Estaba indecisa, entre el pan y la Iglesia adonde fueron todos. 

No diré el final. 



viernes, 2 de abril de 2010

Oda a la tragedia

De vez en cuando reviso prensa venezolana. La física, la de los periódicos larguísimos, que despiertan la curiosidad de mis compañeros de viaje durante las travesías de autobuses por Valencia. Me los envía mi madre, seleccionados —o no— al azar.

En esta ocasión, en el cuerpo de sucesos de El Universal, que ahora también comparte páginas con el de la vida en la ciudad de Caracas (razones económicas, pero también uniones metafísicas), he encontrado una perfecta oda a la tragedia. Narrada por un curtido Gustavo Rodríguez, a quien ya leía antes de emigrar, resume, sin lugar a dudas, el dificilísimo engranaje de la criminalidad venezolana.

La crónica es del 14 de febrero de 2010, sección “El caso”, cuerpo 4, página 12. Se titula: “Una masacre con strippers y licor”, título que no hace honor a lo que sigue; y está acompañada por una foto fea, con una pared pintada de neones, naranjas, violetas y manchas de sangre.

Empecemos, por favor:

El terror fue el único invitado que escapó incólume de la balacera que se produjo dentro del diminuto club nocturno donde policías y ladrones caraqueños prepararon una velada para celebrar un cumpleaños y la liberación de un funcionario secuestrador.

Si iniciamos un relato con “el terror”, que ya crea una atmósfera amenazante, y finalizamos con la muy terrenal e inquietante expresión “funcionario secuestrador”, tenemos la garantía de una crónica nada común, aun para la sociedad venezolana, aterrorizada y sin respuestas.

Continúa el texto:

Cuando las sombras de la noche avanzaban con dificultad sobre las luces estroboscópicas el aroma de las hierbas prohibidas ya estaba presente en el torrente sanguíneo de los convidados. Los sobrevivientes de la masacre contaron a los detectives que un representante de la banda “los Boxeadores” del barrio El Guarataro observó a un striper cuya frágil figura iluminaba el salón. Se le acercó para recriminarle que un policía le acariciaba la espalda mientras sonaba el último éxito de Franco y Oscarcito.

Perfecto. Ya hay ambiente: luces, drogas, música (¿?), silueta de chica menuda y, sobretodo, móvil. Todo en un párrafo, ¡ya quisieran algunos escritores! ¡Imagínense el relato si tuviera las comas bien puestas!

Las pistolas y los puñales eran parte del decorado. Alias “el Lobo” sacó un cuchillo con el cual hirió a la chica, pero el policía aprovechó para encimársele y comenzó a ganar la contienda. La superioridad del funcionario se hizo presente gracias a las constantes riñas que libró en los calabozos donde hasta hacía pocas horas había estado preso. La más pura casta de la criminalidad caraqueña presenció la contienda hasta que los espalderos de “el Lobo”, sacaron sus armas, pero alias “Miguelito”, jefe de una banda de narcotraficantes, decidió intervenir.

¡No me digan que la trama no se parece a una película de mafias de delincuentes que merodean en antros de los 30 y 40 en aquella América “sin ley” que nos dicen que existió! El empleo de la palabra “casta” para referirse a esa clase de personas que viven en, de y para la violencia delictiva es elegante y difícil… La más pura casta… Qué maravilla.

Ahora viene el cuento:

Cerca de cuarenta antisociales de distintos sectores, entre ellos ocho policías, se vieron involucrados en la balacera. Dos policías y una mujer perecieron y otras 14 personas resultaron heridas. El primero en fallecer fue el homenajeado, el agente de la Policía de Libertador Keyner Alberto García, de 20 años de edad.

Luego continúa la historia con las dos versiones acerca del hecho de que un policía celebrase su liberación: primera, la que le condujo a la cárcel; versión dos, la de la familia. Parece que el ahora “occiso” intentó cobrar un rescate producto del secuestro de ¡otro policía! Los familiares dicen que no; según ellos, el otro policía le robó a este su automóvil y cuando el hoy “finado” le reclamó, fue detenido y acusado falsamente de secuestro. Creo en ambas versiones, creo en todo.

Prosigue el relato, y entre otras lindezas nos encontramos con que en el local no había salidas de emergencia y por eso los heridos lo estaban, pues rodaron por las escaleras cuando intentaban huir. Y ahora, la perla: “A los clientes les servían las bebidas en vasos plásticos para evitar que se agredieran, aunque la mayoría de los usuarios prefería otro tipo de estimulantes…”.

Termino las citas justo en el terreno sociológico: semillero de lo que se ha narrado:

Los testigos contaron que al finalizar el tiroteo del lugar huyeron “Cara e´ Pescao”, “Renny”, “Jonathan”, “Edgar el Mocho”, “niño Rata”, tres agentes de la Policía Metropolitana, un Disip y un Policaracas, entre otros. La mayoría se habían criado juntos en los bloques de Continente en Catia, pero al crecer unos se metieron a delincuentes y otros a policías.

Ahora se nota que al narrador le entraron las prisas de la redacción periodística, pero, después de lo anterior, ¿importa saber si los implicados fueron detenidos o huyeron, si cerraron el local, o si la bailarina —también muerta— era o no una estudiante?

Me quería centrar solo en el estilo de la crónica, en la necesidad de  aproximar al terreno literario la prosa llana del día a día, pero no lo consigo. El texto y todo ese cuerpo de noticias me devolvieron a mis preocupaciones por las sociedades, unas más enfermas que otras.

Hay enfermedades sociales de cuello blanco, como las de Europa; existen enfermedades de baja ralea, como la que se evidencia en el relato. Al final todas se tocan, es cierto; sin embargo, pensar en que un “niño Rata” y el policía metropolitano puedan estar esperando en cualquier esquina, ¿no nos produce un escalofrío?

Es primavera, 1º de abril, tengo alergia y, entre picores, estornudos y lágrimas involuntarias, sigo pensando en las respuestas eficaces que un gobierno, cualquiera, tendría que dar a este horror. Ya, el problema es que es un Gobierno cualquiera.