lunes, 20 de abril de 2009

Razones para un . de partida (crónica del futuro emigrante)

Banalidades

Un planisferio adorna la pared de la habitación. En los días buenos, parece un enorme cartel de bienvenida; en los difíciles, advertencias minadas que desaniman los intentos de espiar la historia de la gente que nos acompaña en el transitar de la vida contemporánea.

El dilema de emigrar sacude la tierna percepción de que la comodidad espacial puede constituir por sí misma un buen motivo que justifica la permanencia, casi levitante, en un lugar, ese que llaman terruño, nido, “tu-mi país”. Para otros es el inicio de una retahíla de preguntas con variedad de respuestas, que van desde la preocupación social y el compromiso con los ancestros y los descendientes hasta el mero interés turístico y sociológico, adornado con panfletos y no pocos estereotipos.

Intento, cada día, desde hace años, hallar mil razones para no partir. Tengo muy cercanos los que me zahieren, pinchando neuronas, fibras emotivas, construyendo laberintos y trampas mortales para demorar lo que no debe sufrir atrasos cuando de vivir se trata.

Porque vivir en Venezuela se ha transformado en un ejercicio de adaptación, a medio camino entre la supervivencia –realidad de muchos– y la indeferencia ante lo inexcusable. (Es curioso, pero esa es también la realidad de muchos.)

El país de todos y de nadie se materializa día a día con sus aguajes y calores y pasamos entre la gente como si de un juego cromático y gustativo se tratase. La catira de los globos por pechos, el muchacho sucio que vuela mangos verdes frente al Celarg, el fiscal aburrido de su marrón y su gris tratando de decirle a un Hummer que respete sus bracitos flacos, la camiseta roja del que retira hierbajos en la Cota Mil, los sabores asiáticos que favorecen tanto el saber culinario de los funcionarios que quieren conquistar a la catira de los globos por pechos, las trescientas escaleras estrelladas frente al azul nublado que debe subir y bajar Diana, acompañada de sus hijos, cada mañana, cada noche; el perro caliente de tres tiras que te matará de hambre o de un infarto…

La anterior, es, sin duda, una enumeración banal. Y lo es porque depende de una mirada, la del carro, la del cuento, la de la lectura rápida de un artículo. Está al lado y bajo el trasfondo la otra lista: la que enmarca historias demolidas por muchas salpicaduras de rencor…

El Cabo de La Vela y los jirones oxidados

Comer en La Vela fue una lucha titánica con las moscas del restaurante en el que un ventilador mal intentaba mover aire crudo.

Visitar La Vela significaba recordar a Miranda, mi único interés patriótico, y sumergirme en la introspección para rememorar, paisajes mediante, la llegada, la caída, las idas y venidas con botas y charreteras de toda esa gente acalorada, pero presa de yo no sé qué frenesí por impulsar una nación, los unos; y arrojada por yo sí sé qué intereses, los otros.

Entonces, nos trasladamos al Cabo, cámara en mano, como si pudiéramos atrapar ese azul hiriente en una imagen. Justo detrás de la basura, después de los militares escuálidos –en el sentido real del término–, unos metros más allá de los primeros metros del mar, estaba el barco.

El pedazo de buque se ha convertido en el verdadero objetivo turístico. Ese retazo de óxido que nadie se ha tomado la molestia de remolcar, como si no importara que el soldado, el calor, la estela contaminante de basuras térreas y marinas se fundieran con las moscas sartrianas, quienes se llevarán, espero, todo ese cuadro al infinito y más allá.


La salsa picante de Santa Fe

La posada parecía muy agradable, allí, en las cercanías de las costas sucrenses, en Santa Fe. Como siempre, lindo paisaje, nada que objetar, pese a que uno no debería empezar a acostumbrarse a arrimar mentalmente escombros y cables. En la noche, la brisa y el mar, arrullo…que se torna estruendo cuando comenzamos a oír vallenatos, merengues y joropos al máximo volumen posible.

No sirven reclamos ni súplicas; no importa el tono. Estás solo contra los que mandan, en una playa que se transformó en película de horror hasta las tres de la madrugada.

Pero siempre está la mañana y el descanso de la arena y el agua cálida, invadidos, eso sí, por los vendedores que estafan ostras, por los collares que te ahorcan y las cajas de cervezas confundidas con las iguanas y las palmeras.

Hora de la comida. Una hora para ser atendidos. Sí, mucho turista, mucho dólar: prioridad. Finalmente un dorado a la plancha reconforta el abandono. Por favor, ¿podría traerme la salsa picante?

Nunca olvidaré el sonido que emanó del encuentro apasionado entre la tabla de la mesa y el cristal que contenía la preciosa gema roja. Tampoco la expresión de rabia que el pedido ocasionó y otra vez, voces alteradas en contra de quienes generan sustento.

El cansancio, las miradas furtivas, las críticas a los acentos, qué se creen estos…

¿Y no tendrá por allí un par de servilletas?


Turista en Plaza Bolívar

Ver vida en Santa Rosalía; los primeros diez años en La Pastora; los siguientes 23 en San José. La caraqueñidad daba derecho, de vez en cuando, a recorrer algunas de las plazas del centro de la ciudad, a entrar en las iglesias, mirar con cierta indiferencia los iconos, las paredes marchitándose o la rehabilitación de un trozo de techo; luego, con la excusa del descanso, un banco o una pierna ligeramente levantada sobre un barandal permitían contemplar lo de siempre: mayores que conversan, palomas manchándolo todo (nada de bucolismos, por favor), las estatuas de costumbre y lo que se supone normal en tales parajes.

Hoy, la ruta de un día sin oficio cualquiera, luego de años de ausencia, comienza en la librería Estudios, donde reviso sin comprar algunos de los libros que no leeré, y continúa por la cuadra de la iglesia de Las Mercedes –no se mira a la derecha: Seguro Social y Casa de Bello se tocan en sus magnitudes institucionales sin decirse nada–.

El templo siempre me pareció una dama gruesa, solitaria, cargada de ecos y solo colmada por algunos indigentes que caminan o se sientan, o miran y se detienen, tan mudos como ella… Me voy.

Entre la duda de seguir en línea recta o virar a la derecha, recuerdo que Altagracia fue la pila bautismal y el faldellín de la fotos, así que fantaseando un reencuentro con las emociones de la espiritualidad, se atraviesa un hueco que los carros esquivan con violencia, luego la plaza nueva del Banco Central, se cuentan las escaleras y la tristeza oscura aparece escueta, no muy dura, con más indigentes y bendiciones que no he pedido porque saben a intercambio que ya no acepta simples moneditas.

De nuevo me marcho con premura; atisbo la Santa Capilla ya no inmaculada y me pesa reconocer más abandono, más pared maltrecha y seres vivos que aún llamamos hombres arrastrándose por una limosna, en declive, bajo las imágenes que también suplican. Me senté en uno de los bancos y una mujer mostró su espacio dental porque estaba muy enojada, por lo que deduje de sus palabras y giros alcoholizados.

Salida intempestiva que me llevó a la cara del Ché y a los retratos –no hablados– del líder, rabia, bisutería, carteras, violencia contenida, payasitos, se compra ororororororo, indiferencia y miradas rápidas…

Y llego a la Plaza, donde espero encontrarme con muchas ardillas y alguna pereza, supervivientes de las lacrimógenas aquellas. Conté dos ardillas flacas, pero no están las perezas. Atisbo a algún señor de sombrero y me topo con quien pretende venderme una Constitución que no quiero releer. “No gracias”. Respuesta: “Escuálida”. Ya no me acordaba del calificativo; creí que ya había caído en desuso. Pero no.

Entonces, miré al hombre, luego a la mujer que a él se aproximó, defendida por su gorra revolucionaria y me vino a la memoria una canción que tampoco pensé haber aprehendido en los retazos neurológicos: “…de la pura capital, del eje de mi tierra, del Distrito Federal...”. Me reí de mi brote nacionalista, germinal casi, y, sin embargo, sentí que algo dolía en mis dolores menos superficiales. Entendí que enfrentarlos era, si no inútil, por aquello de la conciencia y la ética, sí bastante fatuo y descortés conmigo misma, con mis lecturas, con mi historia mental, con cada una de las cortezas que dicen se van formando en el cerebro, porque los puentes de cualquier diálogo posible entre la pareja y yo no estaban entre los planes de construcción de quienes tienen el poder de la fuerza.

La visita a la Catedral quedaría para ese momento en el que se me olvidara todo. Atravesé, mirando y sin mirar el nudo de seres que viven del comercio informal, salté sobre dos criaturas que hacían sus tareas escolares bajo una tabla y me enfurecí hasta las lágrimas por permitir que las palabras dañaran.


¿Volver?

Harta de mis propias quejas emprendo la huída en pos de nuevas angustias –quejas renovadas– que seguramente hallaré en cualquier rincón del tiempo que es este Mundo.

El mundo es ancho y ajeno, libro que no he leído, acompaña el planisferio escolar que cuelga de la pared y con el que mantengo una relación timorata, pues ni un simple clavo de colores le ha herido jamás. Pero es que el título que repito siempre, cada vez que cesan las disquisiciones con la conciencia viajera-familiar-patriota, me dice que deguste, palpe y mire cada esquina que quiera saborear, ver y tocar, porque el mundo jamás será mío, pero siempre resultará inabarcable en su espléndida redondez.

Me voy para volver, una y mil veces, a mis dolores, primeros sueños, visiones y delirios: quién sabe si desde el regreso el hastío ceda el paso a la tolerancia, pero sobre todo a la paciencia.

Si a Venezuela le quedan cien o seiscientos años de afrenta, habrá razones para vivir el trance. En algunos lugares los seiscientos un años están dando paso a cierta armonía; en otros, los noventa y nueve esperan su mejor Historia.

Caracas, 26 de agosto de 2006.

Las historias ya escritas

Las historias ya escritas no dan más de sí. Veo una veintena de relatos –la mayoría, suspiros– que reviso con el afán de pulir o entresacar otra historia y me doy cuenta de que no, no es posible y hasta resulta aburrido hacerlo.

Leí hace unos días un artículo del escritor Juan Manuel de Prada en el que hablaba de lo ocurrido a Coleridge, cuando después de soñar con una estructura poética precisa, fue interrumpido por un amigo, y, al intentar volver a su poema, se encontró con que ya no recordaba sino abstracciones, ideas de la idea. Así fue como decidió dejarlo hasta el punto al cual llegó, sin más.

En mi caso, el amigo-enemigo es el tiempo. Repaso estas historias una década después. Sé lo que quería expresar en ese momento, aunque hoy no me interesa demasiado mi propio punto de vista. La pregunta tonta es la de siempre: ¿interesa que le interesen al lector?

Luis Yslas hacía un recordatorio en la página Web de“Relecturas” (http://www.relectura.org/) sobre el único libro de cuentos que publiqué por esos años. Hoy, como en aquel momento, entiendo por qué saqué a la luz tales desesperanzas. Tenía que curarme con rapidez de enfermedades de alma que se resisten a psicologías y ciencias. Hoy sé, como en aquel momento, que solo hay dos historias rescatables, aceptables para un lector más experimentado. Y le decía a Luis que me había olvidado de ese libro y de las malas críticas que recibí de un par de amigos suyos, que no lo son míos. Porque solo un amigo puede entender que los enfermos del alma tienen algunas vías de escape.

El pequeño demonio fue quemado con aquella publicación y a partir de allí el tiempo fue mi aliado, pero diez años después se transforma en verdugo cuando releo y entiendo que existen publicaciones y literatura. Que no siempre coincidirán y está bien así. Que se queden así, por favor.

20 de abril de 2009.