viernes, 2 de abril de 2010

Oda a la tragedia

De vez en cuando reviso prensa venezolana. La física, la de los periódicos larguísimos, que despiertan la curiosidad de mis compañeros de viaje durante las travesías de autobuses por Valencia. Me los envía mi madre, seleccionados —o no— al azar.

En esta ocasión, en el cuerpo de sucesos de El Universal, que ahora también comparte páginas con el de la vida en la ciudad de Caracas (razones económicas, pero también uniones metafísicas), he encontrado una perfecta oda a la tragedia. Narrada por un curtido Gustavo Rodríguez, a quien ya leía antes de emigrar, resume, sin lugar a dudas, el dificilísimo engranaje de la criminalidad venezolana.

La crónica es del 14 de febrero de 2010, sección “El caso”, cuerpo 4, página 12. Se titula: “Una masacre con strippers y licor”, título que no hace honor a lo que sigue; y está acompañada por una foto fea, con una pared pintada de neones, naranjas, violetas y manchas de sangre.

Empecemos, por favor:

El terror fue el único invitado que escapó incólume de la balacera que se produjo dentro del diminuto club nocturno donde policías y ladrones caraqueños prepararon una velada para celebrar un cumpleaños y la liberación de un funcionario secuestrador.

Si iniciamos un relato con “el terror”, que ya crea una atmósfera amenazante, y finalizamos con la muy terrenal e inquietante expresión “funcionario secuestrador”, tenemos la garantía de una crónica nada común, aun para la sociedad venezolana, aterrorizada y sin respuestas.

Continúa el texto:

Cuando las sombras de la noche avanzaban con dificultad sobre las luces estroboscópicas el aroma de las hierbas prohibidas ya estaba presente en el torrente sanguíneo de los convidados. Los sobrevivientes de la masacre contaron a los detectives que un representante de la banda “los Boxeadores” del barrio El Guarataro observó a un striper cuya frágil figura iluminaba el salón. Se le acercó para recriminarle que un policía le acariciaba la espalda mientras sonaba el último éxito de Franco y Oscarcito.

Perfecto. Ya hay ambiente: luces, drogas, música (¿?), silueta de chica menuda y, sobretodo, móvil. Todo en un párrafo, ¡ya quisieran algunos escritores! ¡Imagínense el relato si tuviera las comas bien puestas!

Las pistolas y los puñales eran parte del decorado. Alias “el Lobo” sacó un cuchillo con el cual hirió a la chica, pero el policía aprovechó para encimársele y comenzó a ganar la contienda. La superioridad del funcionario se hizo presente gracias a las constantes riñas que libró en los calabozos donde hasta hacía pocas horas había estado preso. La más pura casta de la criminalidad caraqueña presenció la contienda hasta que los espalderos de “el Lobo”, sacaron sus armas, pero alias “Miguelito”, jefe de una banda de narcotraficantes, decidió intervenir.

¡No me digan que la trama no se parece a una película de mafias de delincuentes que merodean en antros de los 30 y 40 en aquella América “sin ley” que nos dicen que existió! El empleo de la palabra “casta” para referirse a esa clase de personas que viven en, de y para la violencia delictiva es elegante y difícil… La más pura casta… Qué maravilla.

Ahora viene el cuento:

Cerca de cuarenta antisociales de distintos sectores, entre ellos ocho policías, se vieron involucrados en la balacera. Dos policías y una mujer perecieron y otras 14 personas resultaron heridas. El primero en fallecer fue el homenajeado, el agente de la Policía de Libertador Keyner Alberto García, de 20 años de edad.

Luego continúa la historia con las dos versiones acerca del hecho de que un policía celebrase su liberación: primera, la que le condujo a la cárcel; versión dos, la de la familia. Parece que el ahora “occiso” intentó cobrar un rescate producto del secuestro de ¡otro policía! Los familiares dicen que no; según ellos, el otro policía le robó a este su automóvil y cuando el hoy “finado” le reclamó, fue detenido y acusado falsamente de secuestro. Creo en ambas versiones, creo en todo.

Prosigue el relato, y entre otras lindezas nos encontramos con que en el local no había salidas de emergencia y por eso los heridos lo estaban, pues rodaron por las escaleras cuando intentaban huir. Y ahora, la perla: “A los clientes les servían las bebidas en vasos plásticos para evitar que se agredieran, aunque la mayoría de los usuarios prefería otro tipo de estimulantes…”.

Termino las citas justo en el terreno sociológico: semillero de lo que se ha narrado:

Los testigos contaron que al finalizar el tiroteo del lugar huyeron “Cara e´ Pescao”, “Renny”, “Jonathan”, “Edgar el Mocho”, “niño Rata”, tres agentes de la Policía Metropolitana, un Disip y un Policaracas, entre otros. La mayoría se habían criado juntos en los bloques de Continente en Catia, pero al crecer unos se metieron a delincuentes y otros a policías.

Ahora se nota que al narrador le entraron las prisas de la redacción periodística, pero, después de lo anterior, ¿importa saber si los implicados fueron detenidos o huyeron, si cerraron el local, o si la bailarina —también muerta— era o no una estudiante?

Me quería centrar solo en el estilo de la crónica, en la necesidad de  aproximar al terreno literario la prosa llana del día a día, pero no lo consigo. El texto y todo ese cuerpo de noticias me devolvieron a mis preocupaciones por las sociedades, unas más enfermas que otras.

Hay enfermedades sociales de cuello blanco, como las de Europa; existen enfermedades de baja ralea, como la que se evidencia en el relato. Al final todas se tocan, es cierto; sin embargo, pensar en que un “niño Rata” y el policía metropolitano puedan estar esperando en cualquier esquina, ¿no nos produce un escalofrío?

Es primavera, 1º de abril, tengo alergia y, entre picores, estornudos y lágrimas involuntarias, sigo pensando en las respuestas eficaces que un gobierno, cualquiera, tendría que dar a este horror. Ya, el problema es que es un Gobierno cualquiera.

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