miércoles, 29 de agosto de 2007

Una diminuta nueva historia (1)

Esa es la que he empezado hace ya cuatro meses. No es una cifra representativa de nada. Decimos "hace apenas dos meses", e incluso "todavía no han pasado seis". Pero cuatro... No sé muy bien lo que puede representar si hablamos de concretar acciones o de sucesos esperados.

Hace un año y medio aún no tenía certeza acerca de si debía o no emprender esta "vuelta de tuerca"; hace uno sabía que era inevitable; 10 meses atrás tomaba fotografías de Caracas desesperadamente. El Ávila en todas sus fases; los árboles, las frutas, rincones de mi casa. En febrero deshojaba la Margarita: ¿cuándo? En marzo los ojos húmedos delataban, pues ya sabía que teníamos un lugar, un arribo. En abril me despedía de las personas, de mis amigos, de mamá y papá. Hace cuatro meses llegábamos a Valencia, en 35 minutos al pueblo, y seguía llorando.

Cada día, desde entonces, ha sido una búsqueda de realidades indeterminadas: un trabajo, un espacio, amoldarse y llevarlo con naturalidad. Cada día, temprano, nos cubrimos de polvo los zapatos, llegábamos a la estación, empezamos a alimentar a un gato negro y luego, por la noche, casi trastabillábamos devolviendo nuestros pasos hacia el otro polvo, el del viento marino.

Algunos días, durante las ausencias de Ulises, me adentraba en el mar y hacía amigos diminutos: el perro, las conchas, mis pies. Bebí mucha agua durante esas tardes. Agua de miradas, agua de nostalgias. Por vez primera me acerqué a ese vaivén de manera elemental, poco a poco, con saltos y vestidos.

sábado, 25 de agosto de 2007

Y en el camino, aquello que se quedó por puro sentimiento

Nocturnal

Hay noches como esta, sin luna visible, en las cuales el cielo y la montaña se confunden en un espesor negro, inexpugnable con sus astros inmóviles y nubes colosales. De vez en cuando un fuego pequeño zigzaguea por los caminos del Ávila en un ir y venir de resplandores que quieren llegar al cielo; simples luces de autos llevados por el deseo de quienes escapan del valle.

Desde mi balcón que abarca un fragmento de las tres Caracas: un trozo de la pobre, otro de la media y un reducto de la rica, comienzo a imaginar a las gentes tras sus ventanas, con los reflejos de los televisores apagándose y encendiéndose simultáneamente en cada edificio. Y me pregunto si están en paz o en guerra, o si sus vidas se pasean por tales alternativas sin otro deseo que el de superar un día y el siguiente frente a la pantalla que les entrega un mundo resuelto o que otros habrán de resolver.

Cuando estoy en paz sólo miro a los de la calle seguir la rutina; las parejas retrasando su llegada para darse un beso más largo, el recogelatas adelantándose al camión de la basura y el perro libre de bullicio que explora, tranquilo, pese al hambre.

Existen otras noches, tal vez de guerra, cuando una luz baña la piel hiriendo con cariño mis ojos ya cerrados. Es la luna naranja de ciertos meses la que despierta colándose entre las persianas, e invita a acompañarla en y desde la noche para mirar junto a ella, acaso para escucharnos mientras lloramos enfurecidos por nuestras cosas.

Pero hay algunas en las que me canso de ver. Quisiera, sólo una vez, bajar y quedarme un rato en la calle, sola, sintiendo la lluvia, como la de ahora, mojando esta cara y este cuerpo, entre el miedo y la alegría de estar en el espacio y tiempo de los locos.

Abajo, hoy, dos hombres caminan presurosos. Los perros ladran y los gatos gritan en su celo; un animalito de la noche emite un sonido indescriptible. El escándalo de los muchachos de la zona se perdió temprano aún antes de las cervezas de rigor y una mujer lleva en medio de empujones a un niño quejoso y triste a un peculiar paseo nocturno y lúgubre...

¿No es esa toda una vida por descubrir y armar?, ¿por qué entonces sólo debe mirarse desde un balcón de helechos y mandrágoras?

El último, 6 o 7 años ya

Alegría de bengalas

Los ojos le brillan; en ellos se reflejan dorados, rosas, verdes. Su parálisis es emotiva, dura unos segundos, pero detiene la escena, la calle, las ventas. El muchacho del bigote de cuatro pelos ríe y piropea a cualquier par que le pasa por el frente y ofrece su mercancía de muñecos de plástico que bailan al ritmo “merengoso” de Jingle bells en la noche del centro sucio, que se ilumina de pronto por las luces de unos fuegos escuálidos, los cuales, sin embargo, le dan el único contento del día, de este Año Nuevo “que ya viene, y me obliga a trabajar para recibirlo como tiene que ser”.

Y esa parálisis de coronas de miss, de destellos tan falsos como soles de niños en sus cuadernos de dibujo, me obliga a bajar la cabeza para mirar estas calles. La zona donde vivo se ha depauperado rápidamente en los últimos años; una amiga que vivía cerca y regresaba de Europa por vacaciones se preguntaba con frivolidad, pero también con esa experiencia que produce el contraste: “¿Cómo pude ser feliz aquí?”. Y miré a los hombres con las latas de cerveza en sus bolsas de papel marrón, a las mujeres con las lycras reveladoras de grasas no contenidas, las rayas de excrementos en unas aceras cada vez más rotas; los perros flacos mirando a esos hombres de las cervezas, a unos niños más flacos y silentes entre los gritos de una pareja que no se soporta, a los vecinos que no saludan y a los viejos pidiendo limosnas en la panadería del edificio donde vivo.

Y comprendemos a los amigos que se asombran cuando por vez primera enviamos cadenas por correo electrónico, en las que transmitimos el mensaje de quien se ha tomado la molestia de redactar unas notas a favor de las mujeres sojuzgadas en Afganistán, o contra aquellos que inmovilizan osos durante años para extraerles líquido biliar. “¿Y cómo tú envías estas cosas, si eres una escéptica?”. Y pienso entonces en los pequeños golpes de esperanza que a veces nos asaltan y hacen que le “pasemos” esos datos a toda nuestra realidad virtual, que de lo virtual, se queda allí, en las líneas o chips de cientos de ordenadores, sin que los osos salgan de sus ataúdes, donde ―según un activista defensor de los derechos animales― están recluidos en vida, o sin que los talibanes modifiquen una política motivada por el fanatismo que puede más que las buenas voluntades de un montón de señores que desde sus teclas pretenden cambiar el mundo.

¿Pero hay que renunciar a las pequeñas esperanzas? No lo sé; tal vez sería lo sensato, pero también la definitiva destrucción. Nos reímos de las Penélopes, de los Sísifos y del Miguel Strogoff de cada día, de los que protestan frente a los Mc Donald´s europeos, de la gente que pide una globalización no avasallante, de los saharahuis molestos por un París-Dakar que pasa frente a su poblado; nos burlamos de quienes miran atrás, de las monjas de clausura que piensan que orar es suficiente, de los estudiantes sentados en las primeras filas, de aquel que quiere ser el último romántico, de la Betty la fea que se pinta los labios, de los que siembran rosales en su jardín, de quienes buscan los obituarios por si encuentran un conocido a quien dar el pésame, de los que nos dicen que tengamos fe... Nos reímos, pero también espero que haya alguien que se burla de quienes nos reímos.

E intento volver a mirar con sorna al buhonero de por aquí, con su alegría de bengalas, con su mucho ruido y pocas nueces, aunque nunca haya comido una buena nuez ni haya visto una estupenda bengala; pero termino entendiendo el artificio, el 2001, las frases hechas que hablan del optimismo y una vida mejor, comprendo (no sin turbación) a quienes volverán a votar por Chávez cien veces más, a los que todavía no pueden ser escépticos, porque, al fin y al cabo, deben creer e intentar sobrevivir con lo que tienen: un bolsillo de luces muertas.

Las calles sucias de este centro no van a obligar a mudarse a todos, ni el muchacho dejará de vender sus inutilidades mientras no aprenda la importancia de verse como un hombre de año completo y no de año nuevo. Pero si aún puedo creer en las peticiones a futuro, solo le imploro a este gobierno que no vuelva a desearnos a los venezolanos unas “Felices Pascuas bolivarianas” en las plazas del centro con carteles de escarcha dorada y cintas rojas. Hasta la ilusión debe conservar el pudor de vez en cuando.


adaiglesias@cantv.net
http://www.analitica.com/bitblioteca/ada_iglesias/

El primero, de 1999

El perro de las lágrimas

Tiene José Saramago un hermoso personaje en Ensayo sobre la ceguera. Es el perro que bebe el llanto de la mujer que clama su desconcierto, llora por hambre y por la sabiduría que intuye dentro de sí y no consigue explicar. Es el perro de las lágrimas.

Y hoy le he robado al premio Nobel su perro literario para recordar al que he visto hace unos días en la autopista Caracas-La Guaira. Sí, del arte a lo prosaico, pero es inevitable; también el arte se nutre de dolor, miseria y a veces de vergüenzas. El perro yacía despierto y herido en medio de la vía. Quienes logramos esquivarlo sentimos un alivio, hipócrita consuelo de quien deja a otros la responsabilidad del futuro; sin embargo, al darme la vuelta por unos instantes fijé mejor su expresión. Imploraba con la mirada, terrible de miedo y tristeza, de esas miradas que acogotan el alma. Pero su muerte sería inevitable y el lo entendía.

Los animales saben lo que es la muerte. El balido de un cordero antes de la matanza, el mugido de una vaca cuando le sacan el becerro de su lado, el cacarear entrecortado de la gallina antes, justo antes de torcerle el pescuezo indican que conocen su final muy bien. Hay una expresión, un no sé qué de escalofríos y ruegos que produce recato y a algunos obliga a virar el rostro y fingir pensar en otras cosas, en asuntos más "humanos". Después, comemos el ternero, la gallina y el cordero bajo esa aura de ficción, celebrando sabores, mixturas y presentaciones que nada tienen que ver con el bruto de turno. El animal pasa así al quehacer humano y ya no es ser, sólo idea convertida en alimento. El cielo de ellos es el paladar de los hombres. Y saben bien.

Pero en el perro, quien se ha elevado a una categoría superior, no sólo porque no lo hemos querido convertir en comestible -todavía-, sino por esa gracia y cariño con que halaga nuestro ego, la muerte se pena, aun cuando se trate de un perro desconocido, un errabundo que intentó cruzar sin éxito una autopista. Tal vez creemos que la congoja colectiva nos redime de culpa y es suficiente.

Muchos olvidaron al perro de las lágrimas; nadie bebería las suyas; pero yo sueño con su imagen joven, grande y marrón tierra tendida en el asfalto, pidiendo vida. No nos atrevimos a parar; sí, era difícil, pero nadie lo intentó siquiera; bastó sentir pena por el. Quizás sí exista un paraíso para perros, gatos y caballos. Y no como opina la mayoría: "Tan sólo son perros, ¿a qué viene el sentimiento?

De todos modos, siempre en oportuno hacerse una pregunta ingenua: Y si hubiera sido un hombre de los que parecen indigentes, ¿qué excusa habríamos utilizado para no detenernos? "Era sólo un viejo", "un «recogelatas»", "un pobre"... ¡Pobres nosotros!, tan seguros y autosuficientes. Tampoco nos detendríamos, pues si perdimos la solidaridad con los perros, está de más recordar que hace mucho tiempo la perdimos con los de nuestra especie, en particular, con aquellos que precisamente parecen llevar "vida de perro".