domingo, 20 de junio de 2010

Tres literarios en días de labor


Trabajo de campo

La mitad de mi jornada laboral transcurre entre metros, trenes y autobuses. No me disgusta, veo a la gente, sus costumbres; leo si me apetece; escucho fragmentos de conversación y, con un poco de suerte, consigo mantener alguna.

El otro día, en el metro, me sentí afortunada. En el vagón donde iba, había cinco lectores, por tanto, cinco libros. Así que me dediqué a la tarea de averiguar, con la mayor discreción posible, es decir, con un ojo casi fuera y el cuello retorcido, qué leían mis compañeros de vagón. La fortuna era por partida doble: en los demás vagones no vi lector alguno, y por la otra, me asignaba una tarea nueva que debía solucionar en tiempo récord.

Los primeros, cerca de mí, parecían fáciles. Ella, sentada; él, de pie. La mujer leía a Stephanie Meyers, ¿Qué importa el título? Él, apenas me dejaba entrever, página 285… Dan Brown, La conspiración. Decepcionante.

Tercera; de pie, treintañera: Federico Moccia, Perdona si te llamo amor. Uhmmm, esto no pinta bien, aunque no debería prejuzgar; no he leído a Moccia e intento pensar en si yo sería capaz de hacerlo mejor que aquellos a quienes no he leído y cuestiono a la ligera.

Cuarta… Otra hermana generacional de la anterior. Tendré que ubicarme cerca. No, no, no te vayas… O mejor sí, de esa manera cerrarás el libro. Es de Anagrama, así que podría resultarme grato. ¡Auster! ¡Eureka!, pero no alcanzo el título. No importa, ya se anima la tarde.

Y ahora, el último… ¿Quién vive?  Yo soy quien tiene que marcharse. Unos segundos, por favor. El libro promete: páginas amarillentas, edición de tapa dura, pequeño formato, de Bruguera. Tuve que salir, pero por las canas del lector quise imaginar que estábamos ante uno de aventuras, quizá Verne, y ya que imaginamos, ¿por qué no irnos a Dos años de vacaciones?

Reivindicación

Tengo un imán para los grupos escolares. Una vez que comienza el período de excursiones, no hay tren, avión o pedazo de vía en los que no tenga que sortear a esos invasores que gritan, lo miran y comentan todo, hacen lo que sea por llamar la atención y sacan lo peor de su crecimiento para lograr su pequeña meta diaria, sobresalir, mostrarse, y si puede ser con crueldad, mejor.

Iba muy feliz en el tren en mi último trayecto por este año desde Gandía a Valencia. Entre los arrozales verdísimos, las garzas picoteando y mi actual deleite, Dublinesca, me regocijé y cerré los ojos para agradecer esa bendita hora.

Justo en Sueca subieron. Desperté del ensueño con los alaridos. Cuando les vi en el andén, intenté buscar refugio, pero era tarde. Asechadores, guerreros inútiles, estos seres  ocuparon cada centímetro libre de “mi” vagón. De reojo les observaba. Las chicas, en esa edad entre los 11 y 13, ya empiezan a mostrar su coquetería y torpes, lanzan trampas inútiles a los muchachitos, más pendientes de la música y las cámaras de los móviles que de las prematuras odaliscas.

El único escape era el libro. Así que traté de que concentrara mis miradas y pensamientos. Entonces, percibo que uno de los seres que accidentalmente me tocó de compañero baja su cabeza todo lo que puede para intentar leer el título de mis páginas. Hay lectores a quienes esto les incomoda, pero soy de las que creen que es una manera de vender los gustos literarios a quienes nos son ajenos, a los que no veremos más,  así que le di facilidades para que intentara verlo. Sin éxito, porque su compañero de enfrente le llamó y lo distrajo.

Resignada, volví a intentar un centro. El profesor, pobre hombre, con ojeras y arrugas anticipadas, ya no tenía fuerzas… Le miré, con compasión y para animarle un poco, pero entonces, la batalla que creí perdida se reactivó.

─¿Qué está leyendo? ─dijo el chiquillo, quien se me asemejó mucho a la imagen de Harry Potter.
Dublinesca
─No lo conozco.
─Es un libro de Enrique Vila-Matas, que ahora es un poco complicado para tu edad, pero él es un escritor muy bueno, que ojalá puedas leer algún día…

Casi al momento me arrepentí de lo que decía y hasta de haberme atrevido a dar un consejo. ¡Es otra especie! ¡Es un niño!

Así que volví a lo mío. El ruido seguía y yo solo contaba las estaciones de vuelta. Entonces, el milagro: el niño pidió a sus compañeros que callaran, ¡porque yo estaba leyendo!

Enmudecí. Sé que le llamaron Pablo y muy pronto le perdí de vista.

No dejé que el grupo se marchase antes de que yo bajara.

Me fui casi corriendo a mi rutina.

Una excepción me ha hecho guiños.

Ahora, cuando vea un grupo, me preguntaré si hay más Pablos-Harry Potters en Sodoma y Gomorra.


Sara Mago

Acabo de recordar que este era el apodo de una peculiar chica a la que conocí años atrás. No había leído gran cosa, pero su novio sí, y este le habló de Saramago, pero ella entendió que se trataba de una autora. Cuando descubrió el error, pensó que lo mejor era emplear la torpeza como apodo en el mundo cibernético.

Y lo he recordado porque ayer, durante una de esas insufribles tardes de los sábados en las que no entra nadie al local, me enteré por la radio de la muerte de José Saramago, uno de los que se atrevió a revolucionar mis cimientos.

Anoche, de nuevo la radio me deja a unos encendidos contertulios que comentan que no les gusta el autor porque aun con grandes ideas literarias, no supo escindirlas de la concepción ideológica. Lo comparaban con Vargas Llosa y García Márquez, quienes, según ellos, sí que lo habían conseguido, es decir, eran grandes artistas que se elevaban sobre sus “diatribas políticas”. Luego pasaron a desmenuzar las mejores o peores novelas del escritor.

No estaba aún el cuerpo de Saramago disolviéndose en el aire, como deseaba, cuando ya se cuestiona su trabajo, su voz. Y me pregunto si las verdaderas Saras Magos no serán estos sapientísimos lectores, que no terminan de leer a quienes han encontrado una forma de dar belleza y decir lo que piensan y creen.

A mí sí que José Saramago me ha dicho, me ha conmocionado y enamorado. No compartí sus opiniones políticas,  en tanto la identificación de las mismas con determinados ejercicios de poder. (Le bastaron dos días en Venezuela para apreciar el gobierno chavista “como bueno”.)  Tampoco creo que los extremos ideológicos sean aceptables. La flexibilidad es un camino que vale la pena experimentar, pero eso es fácil de decir para quienes no hemos padecido hambre, miseria pura, ni analfabetismo o ausencia de oportunidades básicas.

Así que no me atrevo a juzgar una prosa que se sustenta en la experiencia de vida, cuando en lugar de atentar contra otros, quemar neumáticos y acudir a la violencia como supuesta vía de escape, el protagonista de esa experiencia la transforma en actividad literaria, digna, bien contada y emotiva.

Si otros autores han decidido abstenerse en lo literario del riego-riesgo político, bien, es un logro importante, aunque no creo que siempre lo consigan. Pero si otro decide expresarlo, no por ello nos encontramos ante un panfleto, y eso también es un mérito. Convertir en arte una creencia, una idea; hacer que las ciencias políticas sobrevuelen las pequeñas historias de unos personajes y que esas historias emerjan con suficiencia y belleza, es otra faz tan válida y perfecta como la anterior.

Saramago no necesita defensas; su obra le perdurará mientras diga algo a estas sociedades. Y creo que pasarán siglos antes de que deje de tocar las enfermedades de nuestra historia contemporánea, tan larga como la misma existencia.