viernes, 14 de agosto de 2009

Estampas lucenses, 3 y última

Día 14, final

Desde los cinco años, cuando mi madre me trajo por primera vez al encuentro con los abuelos, fui teniendo certeza de que aquí contaba con un lugar, un espacio de naturaleza y buenas gentes adonde podía llegar cuando quisiera, sin que nadie me hiciera sentir extraña.

Hoy he acudido a la reunión de la tarde en el patio de una de las primas de mi padre. Es un patio amplio, al que me gusta venir para apreciar el entresijo de maderas que sostienen el techo desde hace unos sesenta años, y en el que doce sillas estaban colocadas para que, esta vez, doce mujeres de distintas edades nos pusiéramos al día en lo que había pasado esa misma jornada en la aldea, en los pueblos vecinos o en el Universo.

Una de ellas, funcionaria en la ciudad de Vigo, me comenta que mi acento ha cambiado. Reconozco que es cierto; he ido perdiendo mi acento caribeño cuando estoy frente a castizos toda vez que pienso que esa decisión me beneficia en la empresa donde presto mis servicios y en la vida cotidiana. Le comento que era muy difícil obtener información telefónica cuando llamaba para preguntar por un precio de alquiler. Curiosamente, para mí, un piso se había alquilado; cuando mi compañera de trabajo solidaria llamaba sí que obtenía el precio y las características de la vivienda.

A continuación, ese encuentro del final de la tarde fue transformándose en un teatro cuya principal novedad era el lanzamiento de cuchillos en contra de la latinidad americana… Y allí, casi de sorpresa, comencé a dejar de ser española para recibir esas sacudidas de aire que intenté esquivar lo mejor que pude. Flojos, abusadores, engreídos, cómodos… En fin, que nos olvidemos del tópico: ni salseros ni simpáticos. Aquí, en esta tarde “hemos” pasado a ser unos malvados usurpadores que llegamos para amenazar el trabajo de los españoles de toda la vida, los que tanto han querido dedicarse a esos empleos tan exquisitos y apetecibles: picadores de piedra en plena calle, cajeros en supermercados, vigilantes nocturnos, recolectores de fruta a pleno sol. Lo reconozco, trabajos magníficos que ¡ahora sí! corresponderían únicamente a la abnegada labor de toda la vida del español promedio contemporáneo.

Una de las doce en el patíbulo, almeriense, me decía que yo gano muy poco. ¡Ah! ─pensé─, un rapto solidario, pero a continuación espetó: “Claro, como aceptáis cualquier cosa acostumbráis a los empleadores a contratar con bajos sueldos y luego nosotros lo pagamos…”.

─Además, ¿os dais cuenta de todo el dinero que sale de España por los extranjeros? Imagínate ─continuaba la funcionaria─, hasta un español que reside en Venezuela viene a cobrar aquí la pensión de viudedad. ¡Qué desangre! ¿Y por qué vosotros tenéis 14 meses de paro y mi hija no?

Créanme, sí que me defendí. Aunque el argumento de las leyes molestó mucho (solo dije que había una legislación que se cumplía),luego el de cambiar de opciones políticas para defender intereses más nacionalistas sí que resultó más convincente (solo dije que cambiaran de Presidente). Pero mientras enarbolaba mis banderas no dejaba de pensar en las palabras: “nosotros”, “venís aquí”, “aceptáis”… ¿Dónde quedó la niña que era nieta de Ramón y Lela, con mejillas rojas que todos ellos apretaban, y que se sentía muy bien en su casa de piedra y madera? ¿Dónde están los siete años de cotización que tengo en este país?, ¿y los impuestos que pago por cada acto de la vida cotidiana? ¿Y la nacionalidad que obtuve por Ley y derecho por ser hija, nieta, bisnieta y tataranieta y tatatara… de español?

Entonces recordé el resentimiento que en mi país de origen existe hacia los extranjeros. Pensé que solo ocurría en sociedades en crisis, poca autoestima o con envidia del vecino. Y claro, tuve que acordarme del cliché de los 500 años de conquista y muerte. Pero pronto espanté esos pensamientos porque no deseo intimar con la verborrea chavista que se alimenta del resentimiento para cubrir sus deficiencias.

Lo que sí no olvidé es que cuando estudiaba bachillerato tenía unas diez compañeras hijas de inmigrantes españoles que fueron marchándose con sus familias hasta que solo quedamos dos. Y lo tengo en la mente porque me puse a sacar unas simples cuentas. Si unos 200.000 españoles retornaron a España únicamente desde Venezuela, ¿cuánto dinero también emigró de unos bancos a otros? ¿Cómo se explican los bonitos chalets que pronto empezaron a cubrir los pueblos y aldeas ya abandonados? ¿Y la Sanidad y las infraestructuras? Sí, me puse a hacer cuentas.

Salí de aquel patio con la ingrata sensación de sentirme extranjera en mi propia casa, en lo que creía era mi otro pueblo. Durante el breve camino miré a mano derecha y vi un cruceiro. Observé que quien lo mandó a construir allí vivió en Venezuela más de treinta años y se hizo rico, muy rico. Con la escultura agradeció a Dios o a la vida sus logros. Caí en cuenta de que la obra se hizo con "dinero venezolano". Y me tranquilicé. Porque los dos mundos están más perfectamente imbricados que nunca, con esos silenciosos nudos de la verdad de la Historia y de las gentes, la gente, la HUMANIDAD, muy por encima de la crisis y de las minúsculas individualidades.

De todos modos, nadie me advirtió jamás que ser emigrante retornada, es decir, mezcladita, batida, iba a resultar una tarea que me llevara tantas explicaciones y sacudidas. ¡Y qué bien!

1-08-09.

1 comentario:

Curso 5ºy6ºD del CEIP T. Ybarra de Tomares dijo...

Igual es que no habría que dar tantas explicaciones... ánimo ;)