viernes, 10 de julio de 2009

Violencia, igualdad, violencia

Leía en el único diario gratuito que recibimos en las oficinas donde trabajo, 20 minutos, que una mujer apuñaló a su marido ¡con el cuchillo de la comida!, lo que le ocasionó unas heridas de cierta consideración. Después de compartir la noticia, se generó en el despacho un comentario sobre cuán harta estaría esa mujer para llegar a hacer lo que hizo.

Claro, imaginémonos que la situación es inversa. Él la acuchilla. Desde luego, cambiaría el titular a “Marido apuñala a su mujer en un nuevo caso de violencia de género”. Y es que este tipo de acciones solo se aplica a un género y sobre un género.

El primer párrafo de la Exposición de motivos de Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género expresa textualmente:

La violencia de género no es un problema que afecte al ámbito privado. Al contrario, se manifiesta como el símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad. Se trata de una violencia que se dirige sobre las mujeres por el hecho mismo de serlo, por ser consideradas, por sus agresores, carentes de los derechos mínimos de libertad, respeto y capacidad de decisión.

Provengo de un país en el que la violencia se manifiesta en todas las direcciones. El machismo es un hecho alimentado por la sociedad, y los casos de crímenes, que siguen llamándose “pasionales” en la prensa más encendida, normalmente no se entienden como hechos discriminatorios de la igualdad, sino como situaciones corrientes que atañen a las relaciones entre parejas.

La cruda realidad es que hay mujeres y hombres agredidos, que la violencia se produce, incluso, en la viscosa atmósfera de un hogar de recriminaciones y gritos.

De la indiferencia con la que en países como los de nuestros orígenes se aprecian estos temas por los medios y por el común de las gentes, que casi los entiende como “normales”, a la específica normativa que asume como únicos obsesos a los machos de la especie, habrá algo más que matices que requieren estudios, análisis y perfeccionamiento.

Sí es llamativo el hecho de que en 2008 las mujeres inmigrantes asesinadas en manos de sus parejas o exparejas en territorio español fue de 31, mientras que es de españolas fue de 39, lo que evidencia una desproporción si atendemos a las variables demográficas. También es cierto que solo si se aísla el problema se torna más visible, por lo que afianzar una normativa que conduzca a disminuir la criminalidad “pasional” o de violencia de género ya es un camino correcto.

Pero no perdamos de vista que tal relatividad es una vía para alcanzar un fin: menos agresiones a mujeres. No obstante, el origen de la problemática no se combate con leyes que castigan a los agresores. La sociedad se ve constantemente invitada a defender e individualizar las pasiones para revertirlas en su contra. El término “pasional”, que tan ligeramente describe esos delitos acerca mejor al concepto de humanos no civilizados. No estamos frente a meros arrebatos de cólera que genera un tipo de entendimiento de la sexualidad. Se trata del padecimiento, del sufrimiento, de la enfermedad del alma, acepciones que nos legaron los griegos y romanos. Esas enfermedades-pasiones se vuelcan en la fragmentación de valores sociales. Y, lamentablemente, la respetable legislación y los medios no alcanzan este núcleo, ni reflexionan sobre el.

Estos hechos que siguen escociendo al humano que no termina de doblegar su animalidad afectan a hombres y mujeres. La legislación no contempla castigos a las mujeres que forman a los hombres como machistas, y la reeducación del sistema se cierne directamente sobre el agresor-hombre-bestia, que es, también, víctima de sus pasiones mal digeridas.

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