domingo, 18 de enero de 2009

Cánones

Aún no puedo concebir que Internet no sea gratuito, al menos en un mayor número de espacios públicos de las ciudades, ni qué decir de los pueblos. Internet, bien empleado, representa un derecho informativo, cultural, instrumento para la educación, la limpieza de esta despensa cerebral que puede organizarse con rapidez mediante búsquedas acertadas.

La clasificación es clara: están los que viven en un chat, los de las páginas sexuales, quienes buscan y se enteran o conocen y se unen, los que leen, los que bajan todo aquello que representa un hecho cultural, llámese cine o música. También coexisten los que hacen todo esto y más. Pero lo escandaloso para los mercados no es que la banda de pederastas emplee la red para llevar a cabo sus alarmantes delitos (de eso se ocupa la policía); lo que alerta a la economía y a los Gobiernos es que un ciudadano de clase media, fiel contribuyente a las empresas que comercian con su único lujo, descargue eventualmente lo que en un cine podría disfrutar por el módico precio de seis euros, al menos, en el día del espectador: lujo que los mileuristas de turno podrían esgrimir si la alimentación y el alquiler no se interpusieran.

El caso de muchos profesionales es el siguiente: Internet es necesario. Unos imparten o reciben clases; otros acuden a la investigación como herramienta temporal más que eficaz para este fin. Si en el camino una buena película aparece, difícilmente hay quien se rebele. Pero están los escrupulosos, los cumplidores de la Ley a rajatabla, los que mitifican el bien público por encima de 120 minutos de distracción egoísta. Ellos, o nosotros, quienes sean o seamos, tenemos que pagar un impuesto adicional, en un país en el que la base impositiva aparece en las nóminas y en cada transacción diaria.

Los cumplidores de la Ley deben pagar el canon digital, como castigo a quienes osan desacatarla. Parece una contradicción insalvable, pero quizá existan soluciones.

Del mismo modo como nos devuelven 400 euros, o según ciertas transacciones podrían eximirnos de más impuestos, propongo dirigirnos a la agencia tributaria respectiva con nuestros CD’s, DVD`s y todo el material digital que buena y lícitamente hemos adquirido, acompañados, claro está, de las facturas correspondientes. Con un poco de suerte, nos devolverán ese 20% de castigo ajeno que ya pagamos de antemano. Pero para ello habría que reformar la norma, y terminaría por desviarse el espíritu de la Ley: terminar de enriquecer a las empresas que entiendo tienen derecho a sus ganancias ─como los compradores─, a un precio justo y apto para que los hechos culturales no continúen su ascendente camino hacia la intangibilidad.

No puedo comprarme un legítimo CD más por quién sabe cuánto tiempo. Quizá decida mirar los manteros con la esperanza de encontrar un vídeo que conserve su audio original y subtítulos. Y me dirigiré con mayor frecuencia a la biblioteca. La cultura es mi derecho y los mileuristas ya encontraremos la forma de validar esa igualdad.

Julio de 2008.

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