domingo, 18 de enero de 2009

Cercanías

Desde el pueblo hasta Valencia los 35 minutos de tren me sirven para apreciar cómo cambian los arrozales, leer algo de prensa, identificar pasajeros, diferenciar tipologías y preguntarme por qué los japoneses dicen que los occidentales somos casi idénticos.

Esta mañana, durante el trayecto, un anciano me ha hablado en valenciano, y quise, infructuosamente, entenderle. Hablaba animoso, sonrió, tosió un poco, reanudó su charla y, tras un breve silencio de su parte, logré decirle que no hablaba su idioma. Se lo dije en correcto español, lo prometo. Entonces, él resumió toda su charla en un “bon giorno” y, como le contesté de nuevo en mi correcto español, espetó “bonjour”. Sonreí, al igual que otros pasajeros y, lamentablemente, allí terminó nuestra charla. A veces, en los caminos, si no nos ensimismamos, se añora el contacto de la palabra, riqueza extraña en este individualismo europeo, que, sobretodo en provincias, no está exento de gestos solidarios y de buena educación.

Me gustan los trayectos cortos en tren. En mi país de origen no hay trenes de pasajeros, así que el deleite alcanza cumbres de entusiasmo. Estos recorridos soportan todas las miradas posibles. A veces desearía tener ojos como los de algunos muñecos de dibujos animados, de esos que se extienden fuera de sus órbitas como si funcionaran con resortes, para fijarme mejor en el libro que desde hace varios días engulle la atención de una señora joven; en otras ocasiones, necesitaría un oído biónico para entender a la otra señora que habla consigo o con quienes ve o la escuchan en el aire. Desearía escucharla para conocer si se queja, si conversa, si ora o les pide que la dejen en paz, por favor. Deseo escucharla para tocar un poco, solo un poco, la humanidad que le une a mí.

En la estación me he encontrado con individuos a quienes no necesito saludar. Desde que un día le dejé un pedazo de queso al gato negro que rehuyen y patean algunas señoritas que atribuyen las suertes a un miau hambriento, un señor con mayor disciplina que la mía le da algo más que queso bajo el banco que el animalito usa para guarecer su orfandad. A veces quisiera hablarle –al señor–, pero parece llevarse mejor con los felinos que con los humanos que sobreentendemos un saludo matinal.

Están algunos de los chicos que vienen de África subsahariana, toman su tren con la bicicleta y se bajan en el pueblo donde aún quedan edificios por construir. A ellos me gustaría preguntarles cómo llegaron, qué sienten aquí, si esta nueva supervivencia merece la pena, o si la nostalgia les golpea como una gran cola de pez, humedeciéndoles la mirada con sal marina.

Todas mis preguntas se responden en la imaginación. El recorrido trasuda historias que me pertenecen y dejo correr. Al llegar a la estación central sé –es inevitable– que comienzo la rutina del día, pero el retorno me aguarda para seguir con el tejido de esas vidas que son también la mía.

Quizá un día de estos sí decida enfrentarme con esos “buenos días”. En perfecto español, sin duda, pero con todo el ánimo de comunicarme con los merodeadores, como yo, de un tren de cercanías.

Julio de 2007.

1 comentario:

Inos dijo...

¡Por fin sacas de nuevo a los rieles algunos vagones de tu tren de cercanías, Ada!

Bienvenidas tus palabras felinas.

Un abrazo.