sábado, 25 de agosto de 2007

El último, 6 o 7 años ya

Alegría de bengalas

Los ojos le brillan; en ellos se reflejan dorados, rosas, verdes. Su parálisis es emotiva, dura unos segundos, pero detiene la escena, la calle, las ventas. El muchacho del bigote de cuatro pelos ríe y piropea a cualquier par que le pasa por el frente y ofrece su mercancía de muñecos de plástico que bailan al ritmo “merengoso” de Jingle bells en la noche del centro sucio, que se ilumina de pronto por las luces de unos fuegos escuálidos, los cuales, sin embargo, le dan el único contento del día, de este Año Nuevo “que ya viene, y me obliga a trabajar para recibirlo como tiene que ser”.

Y esa parálisis de coronas de miss, de destellos tan falsos como soles de niños en sus cuadernos de dibujo, me obliga a bajar la cabeza para mirar estas calles. La zona donde vivo se ha depauperado rápidamente en los últimos años; una amiga que vivía cerca y regresaba de Europa por vacaciones se preguntaba con frivolidad, pero también con esa experiencia que produce el contraste: “¿Cómo pude ser feliz aquí?”. Y miré a los hombres con las latas de cerveza en sus bolsas de papel marrón, a las mujeres con las lycras reveladoras de grasas no contenidas, las rayas de excrementos en unas aceras cada vez más rotas; los perros flacos mirando a esos hombres de las cervezas, a unos niños más flacos y silentes entre los gritos de una pareja que no se soporta, a los vecinos que no saludan y a los viejos pidiendo limosnas en la panadería del edificio donde vivo.

Y comprendemos a los amigos que se asombran cuando por vez primera enviamos cadenas por correo electrónico, en las que transmitimos el mensaje de quien se ha tomado la molestia de redactar unas notas a favor de las mujeres sojuzgadas en Afganistán, o contra aquellos que inmovilizan osos durante años para extraerles líquido biliar. “¿Y cómo tú envías estas cosas, si eres una escéptica?”. Y pienso entonces en los pequeños golpes de esperanza que a veces nos asaltan y hacen que le “pasemos” esos datos a toda nuestra realidad virtual, que de lo virtual, se queda allí, en las líneas o chips de cientos de ordenadores, sin que los osos salgan de sus ataúdes, donde ―según un activista defensor de los derechos animales― están recluidos en vida, o sin que los talibanes modifiquen una política motivada por el fanatismo que puede más que las buenas voluntades de un montón de señores que desde sus teclas pretenden cambiar el mundo.

¿Pero hay que renunciar a las pequeñas esperanzas? No lo sé; tal vez sería lo sensato, pero también la definitiva destrucción. Nos reímos de las Penélopes, de los Sísifos y del Miguel Strogoff de cada día, de los que protestan frente a los Mc Donald´s europeos, de la gente que pide una globalización no avasallante, de los saharahuis molestos por un París-Dakar que pasa frente a su poblado; nos burlamos de quienes miran atrás, de las monjas de clausura que piensan que orar es suficiente, de los estudiantes sentados en las primeras filas, de aquel que quiere ser el último romántico, de la Betty la fea que se pinta los labios, de los que siembran rosales en su jardín, de quienes buscan los obituarios por si encuentran un conocido a quien dar el pésame, de los que nos dicen que tengamos fe... Nos reímos, pero también espero que haya alguien que se burla de quienes nos reímos.

E intento volver a mirar con sorna al buhonero de por aquí, con su alegría de bengalas, con su mucho ruido y pocas nueces, aunque nunca haya comido una buena nuez ni haya visto una estupenda bengala; pero termino entendiendo el artificio, el 2001, las frases hechas que hablan del optimismo y una vida mejor, comprendo (no sin turbación) a quienes volverán a votar por Chávez cien veces más, a los que todavía no pueden ser escépticos, porque, al fin y al cabo, deben creer e intentar sobrevivir con lo que tienen: un bolsillo de luces muertas.

Las calles sucias de este centro no van a obligar a mudarse a todos, ni el muchacho dejará de vender sus inutilidades mientras no aprenda la importancia de verse como un hombre de año completo y no de año nuevo. Pero si aún puedo creer en las peticiones a futuro, solo le imploro a este gobierno que no vuelva a desearnos a los venezolanos unas “Felices Pascuas bolivarianas” en las plazas del centro con carteles de escarcha dorada y cintas rojas. Hasta la ilusión debe conservar el pudor de vez en cuando.


adaiglesias@cantv.net
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