sábado, 25 de agosto de 2007

El primero, de 1999

El perro de las lágrimas

Tiene José Saramago un hermoso personaje en Ensayo sobre la ceguera. Es el perro que bebe el llanto de la mujer que clama su desconcierto, llora por hambre y por la sabiduría que intuye dentro de sí y no consigue explicar. Es el perro de las lágrimas.

Y hoy le he robado al premio Nobel su perro literario para recordar al que he visto hace unos días en la autopista Caracas-La Guaira. Sí, del arte a lo prosaico, pero es inevitable; también el arte se nutre de dolor, miseria y a veces de vergüenzas. El perro yacía despierto y herido en medio de la vía. Quienes logramos esquivarlo sentimos un alivio, hipócrita consuelo de quien deja a otros la responsabilidad del futuro; sin embargo, al darme la vuelta por unos instantes fijé mejor su expresión. Imploraba con la mirada, terrible de miedo y tristeza, de esas miradas que acogotan el alma. Pero su muerte sería inevitable y el lo entendía.

Los animales saben lo que es la muerte. El balido de un cordero antes de la matanza, el mugido de una vaca cuando le sacan el becerro de su lado, el cacarear entrecortado de la gallina antes, justo antes de torcerle el pescuezo indican que conocen su final muy bien. Hay una expresión, un no sé qué de escalofríos y ruegos que produce recato y a algunos obliga a virar el rostro y fingir pensar en otras cosas, en asuntos más "humanos". Después, comemos el ternero, la gallina y el cordero bajo esa aura de ficción, celebrando sabores, mixturas y presentaciones que nada tienen que ver con el bruto de turno. El animal pasa así al quehacer humano y ya no es ser, sólo idea convertida en alimento. El cielo de ellos es el paladar de los hombres. Y saben bien.

Pero en el perro, quien se ha elevado a una categoría superior, no sólo porque no lo hemos querido convertir en comestible -todavía-, sino por esa gracia y cariño con que halaga nuestro ego, la muerte se pena, aun cuando se trate de un perro desconocido, un errabundo que intentó cruzar sin éxito una autopista. Tal vez creemos que la congoja colectiva nos redime de culpa y es suficiente.

Muchos olvidaron al perro de las lágrimas; nadie bebería las suyas; pero yo sueño con su imagen joven, grande y marrón tierra tendida en el asfalto, pidiendo vida. No nos atrevimos a parar; sí, era difícil, pero nadie lo intentó siquiera; bastó sentir pena por el. Quizás sí exista un paraíso para perros, gatos y caballos. Y no como opina la mayoría: "Tan sólo son perros, ¿a qué viene el sentimiento?

De todos modos, siempre en oportuno hacerse una pregunta ingenua: Y si hubiera sido un hombre de los que parecen indigentes, ¿qué excusa habríamos utilizado para no detenernos? "Era sólo un viejo", "un «recogelatas»", "un pobre"... ¡Pobres nosotros!, tan seguros y autosuficientes. Tampoco nos detendríamos, pues si perdimos la solidaridad con los perros, está de más recordar que hace mucho tiempo la perdimos con los de nuestra especie, en particular, con aquellos que precisamente parecen llevar "vida de perro".

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