domingo, 5 de septiembre de 2010

Riqueza, manipulación, mal gusto… ¿quién da más?

Ya sé que cada medio periodístico tiene una postura marcada. En algunas ocasiones esta es muy evidente; en otras hay porqués retorcidos, del bando que se quiera, para todos los gustos.

Anoche, S. me llamó con cierta urgencia para ver la tele: «Mira este programa, por favor». Se trata de «Callejeros», dedicado, esta vez, a mostrarnos el lujo, la opulencia.

Quedamos con la boca abierta. Las personas se exponían, literalmente hablando, y demostraban lo mucho que poseen. Al preguntarle la periodista a una de las señoras cuál era su ocupación, contestó: «Las niñas ¡y el shopping, claro! Luego, bajo una supuesta inocente necesidad de inquirir en las razones, la misma reportera mostraba a las pequeñísimas hijas de esta mujer y le preguntaba si en sus uñas llevaban la manicura francesa, así como obtenía información sobre los múltiples tatuajes del cuerpo de la madre.

Al padre le comentaba si sus cifras eran más bien de millonario o de multimillonario. A lo que el hombre respondía un poco nervioso: «Bueno, digamos que pasan de los ocho ceros».

Luego, la diligente presentadora les acompañaba a la actividad de comprar. Así, veíamos modelitos, los caprichos de la niña mayor satisfechos al momento, las pizzas buenísimas, la propina de unos veinte euros, la suegra con sus comentarios sobre la ropa, los coches, etc., etc. Nunca se observó su entrada a una librería, al museo de la ciudad, un teatro donde comprar entradas, la galería de arte, nada. Se trataba de exponer el consumismo al más burdo estilo anglosajón. Hubo momentos en los que dudé acerca de si estábamos ante actores.

La treta es simple: ahí te muestro a estos nuevos ricos con su mascota Tacobell meándose en la alfombra de la que presume el millonario. Indígnate poco a poco, que aún queda programa.

Y es que ese era uno de los frentes. Por el otro aparecía un tipo muy esnob, en Barcelona, quien mostraba su recién comprado ático por tres millones de euros; el mismo al que atienden en un centro de belleza-barbería, en donde se intenta que ningún cliente coincida con otro a la misma hora. Luego, el yate, sus apreciaciones sobre los rumanos que aparecen en el programa durante un recorrido por la autopista y, por último, el comentario de un «amigo»: —Él es muy especial, disfruta de su riqueza y le gusta mostrarla —decía, medio en serio, medio en broma. Su amigo nunca dice que es un buen tipo, solo que es «muy él», casi lo equivalente a que es un desgraciado, a quien se padece, pues tiene mucho dinero.

Después, aparecían los veraneantes de Sotogrande, aquellos a quienes nuestra atenta periodista preguntaba qué equipos participaban en determinado partido de polo, y cuya respuesta divertía, porque lo importante era dejarse ver y los cócteles. Con curiosidad he visto al dueño del banco venezolano, el único que mencionó como su participación en el evento y luego la victoria de su equipo (¿Lechugas-Lechuzas-Lechones Caracas?), obedecía al merecido descanso luego de un año de trabajo. Por fin aparecía la palabra «trabajo».

¿Y el joven ni tan joven que no acostumbra a mostrar sus bienes, pero nos trasladó a su embarcación para hacer visible la amplísima cama, mientras aseguraba que allí cabían dos?

Bien, esa fue la muestra descarnada que el programa ofreció, como cuando nos pica una avispa y, sin querer queriendo, deja el veneno dentro.

Ante esto, se pueden resumir tres tipos de televidentes, aunque hay otros, claro está: primero, el comúnmente estúpido, el que piensa y dice «mira lo que estos tienen» y se queda arrobado; segundo, el rebelde, en el que la planta cizañera empieza a germinar esa misma noche y va sumando resentimientos. Es el que está convencido de que «ser rico es malo», como popularizó en Venezuela el discurso revolucionario, de acuerdo —siempre cuando conviene— con el bíblico. El tercer grupo, el del mundo del pillaje y el de la delincuencia organizada, que habrá tomado buena nota de los datos, caras, nombres de quienes tan ingenua y vergonzosamente han lucido su exhibicionismo y falta de sentido común, sin dejar de lado el mal gusto y la escasa sensibilidad. Por supuesto, si partimos de que toda esta gente es realmente la que dice ser.

El primer grupo es el que siempre se consideró ideal para las televisoras, para los medios en general; todos hemos pasado por esa fase y hay programas que nos dejan intactos, tontos. El siguiente es aquel al cual se dirige este tipo de programa: persigue un cruce de cables, para bien o para mal.

Entonces, ¿a qué viene toda esta larguísima exposición?

Pues que al levantarme esta mañana me he dado cuenta de que caí en la manipulación, porque anoche me fui a dormir molesta. Me creí el doble rasero con el que este programa intentó sondearme.

Ni todos los ricos son ostentosos, dilapidadores o insensibles, ni todos los de escasos recursos son humildes, ahorradores, perceptivos. Con estos y muchos otros adjetivos se pueden crear centenares de estereotipos y realidades.

¿Que el programa en cuestión no los mostró? Ya, es que parece que observar a unos señores millonarios participando en obras benéficas y financiándolas, subvencionando investigaciones científicas para la curación de enfermedades, promoviendo con sus recursos un mayor número de representaciones teatrales y musicales, invirtiendo en educación, no es rentable, no genera mala sangre. Ver a muchos millonarios con una vida natural es inadmisible para la intencionalidad de quienes solo desean efervescencia y cómo no, espectadores.

Habrá algún profesor que en clase haga visible fragmentos de este programa. Allí empezarán a formarse los tipos de espectadores que mencioné antes. Algunos estudiantes dirán, golosos, que «les molaría» vivir así la prosperidad económica, mientras que otros elevarán consignas revolucionarias. Espero que el profesor desee a todos riqueza emocional, espiritual y material, ¿por qué no?; futuros y actividades brillantes y, como consecuencia, don de gentes, con o sin capitalismo, con o sin marxismo.

Lo que no debe ser un lujo es convertirnos en buenas personas. Tampoco cuesta dinero, pero si, comprar educación, pagar por la cultura contribuye en ello, bienvenido sea.

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