lunes, 24 de mayo de 2010

Tiempo perdido-lost time


Soy una de las hijas de la televisión. Lo reconozco. Pasé muchas horas de mi infancia, adolescencia y juventud primera, segunda...frente a la tele. Siempre había un buen motivo: la mejor serie de la temporada, seguir una telenovela brasileña (ya saben, son más «cultas»), succionar «conocimientos» de un concurso de preguntas y respuestas... Con el paso de los años los intereses iban cambiando, y, aparentemente, se refinaba el gusto, nos hacíamos más selectivos. En fin, que había que demostrar que con la madurez, la carrera y los libros leídos, se era menos intelectualoide si se veían programas del montón y, por otra, se podía confraternizar con un mayor número de personas medianamente más ilustradas si conversábamos sobre la entrevista tal, la serie tan brillante, la película de culto que pasaban durante la madrugada. ¡Ah! ¡Ni qué decir de los deportes! Pero esa es harina de otro costal, es decir, de otras notas.

Hoy me pongo a pensar que todo ese tiempo me ha restado vida y seguramente, mejores reflexiones. Aunque lo peor es que me haya dejado sin acciones. No es una queja contra mí,* ni mi historia personal, sino contra esta sociedad que nos transformó en cautivos de un espacio mudo, en el que privaba escuchar las noticias en lugar de conversar con la familia, o en el que no hay que perder el hilo argumental de una serie si alguien llama, a pesar de que sabemos de sobra que repetirán el capítulo, mínimo tres veces. Como si solo ese momento valiera para cumplir el trámite de ver el programa y luego pensar en hacer cosas extraordinarias que nunca cumplimos.


Esto se relaciona con mi experiencia de hace unas horas. Me levanté a las 6:30 para viajar hasta Algemesí (¿a que es un nombre bonito?), pueblo situado a unos 35 km de Valencia, donde tenía una entrevista asignada en mi trabajo. Sin embargo, sabía secretamente, me lo recordaba desde la noche, que a esa hora comenzaba el último capítulo de Lost subtitulado. Hace unos cinco años, algo más, empecé a ver la serie desde su primer capítulo, cuando aún no se sabía que sería exitosa ni tendría este tufillo de seguidores convertidos en adictos. Pensaba que era buena, que «me hacía pensar» y que se prestaba a interpretaciones más alegóricas que racionales. Luego emigré y, ya sin cable, y al enterarme de la explosión de audiencia, fue perdiendo mi interés. O más bien, la dejé ir, en ese plan de replantearnos prioridades. Porque entendí que era la marioneta de unos guionistas que siempre tratarían de mantenerme a sus pies con lógica o sin ella. Como la saga de un best seller tipo Crepúsculo, aunque la acción de un libro sea más breve que la de una serie exitosa de TV, diálisis eterna de los patrocinadores de turno.

También confieso que conocer gente que hablaba de Lost como si se le fuera la vida en ello me hizo poner las cosas en perspectiva. Hasta se mostraban condescendientes al explicarme cómo las antiguas teorías estaban descartadas y me hacían ver que tantos capítulos no vistos me colocaban en desventaja. Era como si yo ya hubiera agotado los derechos a pertenecer a tan selecto club.

Pero el instinto siempre permanece en los viejos zorros. Y yo lo soy en grado sumo, muy a mi pesar, cuando se trata de televisión. Así que, entre veras y bromas, con la excusa del desayuno, esta mañana me senté frente al sofá. Y una cosa llevó a la otra y me quedé un rato más, por favor, otro poquito. Como si Cuatro no fuera a exprimir su tetilla hasta el último suspiro y el final de Lost no vaya a ser el más manoseado de todos los finales  en la historia de la TV.

Y he llegado tarde a Algemesí, (¿dije que es un nombre bonito?) lo que me costó esperar dos horas más para ser atendida. Y encima, no he visto el final-final, el minuto de oro, y tampoco he querido revisarlo, porque me enteraré muy a mi pesar.

Así que ha quedado una resaca adictiva que tendré que ir superando como alguna que otra fobia que me atormenta. Pero la semilla está, entiendo que he perdido tiempo, que puedo vivir sin TV. Que no dejaré que ortos cerebros de audiencia me manipulen. ¡Y solo habrá que tirar el aparato por la ventana! Bueno… cuando tenga uno propio.


*(Digo que es una queja contra la sociedad. ¿Y quiénes la conformamos? ¡Vaya!, ¡qué argumento tan cómodo! Lo lamento, pero sí que ha de ser un reclamo a la inercia, a la fácil y cómoda aceptación.)





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