domingo, 2 de marzo de 2014

Brasil, Venezuela, Cuba, las Fallas y el pudor: lo que falta es conversación


Un grupo de 30-40 personas gritaba consignas por la paz del pueblo venezolano, en contra de Nicolás Maduro y exigiendo al gobierno español una toma de postura. Llevaban banderas, gorras, ¡cómo no! algún chándal con los colores patrios. Frente a la Plaza de Toros, con la mirada de los policías, en pleno inicio de las Fallas valencianas.

Las colegialas de falda y cabellos largos salieron de la estación del metro de Xátiva y Una preguntó a Otras qué hacían aquellos seres que clamaban por Venezuela. Le explican brevemente que hay una situación de violencia allí por «no se sabe qué cosas». Una le preguntó a Otras: «¿Y qué hacen aquí?». Otras contestaron: «protestar». Una ripostó: «¿Y por qué protestan aquí?». Otras respondieron que porque viven aquí. Una dijo, clara y sentenciosa: «¡Pues qué se j…..!».

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Culminé Pasaje de ida, un libro en el que quince autores buscan explicaciones para su marcha. Me agradó leer, en la mayoría de los casos, prosas serias, cuidadas, versadas. Recordar su solidez. Críticos e investigadores a quienes estudiamos en la carrera; algunos, contemporáneos de las aulas; otros, escritores que son más que promesas, y al menos, un par, admirados. Los hay que no lo aceptan bien; otros, quienes asumiéndolo y medianamente adaptados, como Juan Carlos Méndez Guédez, no desean asimilar que la patria puede estar en cualquier sitio, y lo refutan ante quien lo sostenga; y están los que cerraron página y lo explican con ejemplos personales, que hacemos propios.

Hace poco le pregunté a un brillante compañero de clase y hoy amigo, si sentía malestar por lo que pasa en Venezuela. «Ya no», me dijo; «no siento mayor vínculo»; no hay posibilidades de entendimiento. Y no para la convivencia, sino se refería mi amigo a su propio entendimiento-razonamiento y el de muchas personas que conocemos. Y eso, que me guardaba para mí, no quise ahondarlo.

Es que esta mañana, escuchaba por la radio a un joven periodista independiente que se ha ido a Brasil para trabajar. Señala que es un mito la supuesta oferta de vida que ofrece el país y lo argumentó muy bien; pero lo relevante para mí fue su respuesta cuando le preguntaron qué extrañaba de aquí. Por fortuna, no contestó que el jamón, la familia, los amigos, la tortilla de la abuela. Dijo que lo que extrañaba era una «conversación», entendiendo por tal el intercambio de ideas con inicio, desarrollo y conclusión. Agucé el oído y comentó que se encontraba conque el común de la población solo parecía ser capaz de relatar una serie de ideas preconcebidas, repetidas, con poca hondura, en la que el fútbol, la musiquita, la playa y la chicas eran el eje, pero con escasa flexibilidad e interés por el reto del desafío intelectual, por el aprendizaje y la reflexión.

Y ha sido muy revelador escucharlo de una voz joven. Porque eso que ha dicho de Brasil, también ocurre en Venezuela y seguramente en muchos otros países. Ha habido y habrá personas intelectualmente valiosas, pero difícilmente unidas a otros; crean desde su isla, reflexionan entre sí o con unos pocos encontrados en el camino ante la admiración mutua, y, desde la soledad, deciden arraigar más su robinsonismo o partir. Algunos nos marchamos porque la sensibilidad estaba muy herida, y esperábamos más altura de miras, y, aunque puede que fracasemos, la diversidad de opiniones es siempre esperanzadora. Al menos la encuentro en medios de comunicación, voces que aparecen y se mantienen y algunos oídos, escasos, claro, pero dispuestos a ir cambiando conforme van leyendo, relacionándose con personas mejor instruidas, con interés por comprender parte de la cultura creativa y vital de otros seres humanos.

No me fui de Venezuela para que mis negocios prosperaran; menos aún para aliarme con otros venezolanos y crear guetos, o luchar desde la distancia contra el tirano para luego retornar y creer que hay un mundo idílico por recuperar.

Me fui porque no había más sintonía. Ninguna ambición cultural.

Y entonces apareció la culpabilidad. La que me acompañó aun desde antes de la partida. Por dejarlos, por no haberlo intentado lo suficiente o a lo mejor nunca. Algunos no hemos sabido persistir.

Y ahora percibo que mi generación y la de nuestros padres, no sé si la de los abuelos, nos equivocamos rotundamente. No bastaba con trabajar dignamente y formar buenos profesionales, como nos enseñaron. La verdad es que estábamos de espaldas a las personas a las que de manera detestable llamamos «masa», los marginales, oía, marginados, más bien. Dimos la espalda porque siempre hemos pensado que «los otros» estaban bien, y en un mundo perfecto, tan propio de los venezolanos, un mundo de buenismos, como esos que estaban frente a la Plaza de Toros cantando histérica y ridículamente Venezuela, «de los montes quiero la inmensidad», etc., etc., de ese mundo no podía surgir ningún resentimiento.

Y como no les oíamos y eran «la masa», subestimamos su poder, propio de todas las democracias, que tanto se empeñaban los líderes políticos en anunciar. Sí, demócratas para las urnas del sufragio, pero no a la hora de brindar educación. Nos equivocamos y somos responsables. Cuando nos preguntamos atormentados cómo puede haber 20 000 muertos por homicidios en un año, caemos en la trampa de pensar que en esencia no somos violentos. Todos lo hemos sido; mis compañeritos y yo, en aquellas aulas de Derecho, rodeados de los ranchos de La Vega, a quienes nos importaba un comino el voluntariado o enseñar a otros lo poco que íbamos aprendiendo. ¿Enseñar qué? La importancia de crecer interiormente, de ser personas, no meros humanos, de estudiar las mejores conductas de los mejores hombres y pueblos. Ayudar a entender.

Pero no, eso nos restaba tiempo de nuestra cómoda vida. Y como no lo hicimos, míranos: nos vamos yendo y los que no pueden o aún no quieren, padecen con amargura lo que desde un estado de guerra permanente no se puede ni analizar siquiera, porque es necesario protegerse y sobrevivir.

Así de dramático es. Y, como los brasileños, me temo que los que marginamos y se automarginaron, ya no tienen interés en pensar algo distinto del béisbol, conseguir el aceite, la harina y la leche para cuatro días. Ello explica la pasividad «de las masas», el que no bajen de los cerros en tropel, como pretenden muchos de los que nada hemos hecho por nadie más que por nosotros mismos.

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Es por eso por lo que me parece inmoral que cualquier venezolano exija a cualquier gobierno una postura. Desde el momento en que salimos de Venezuela y nada hicimos por su enmienda, perdimos el derecho. Si acaso, votar, si alguien espera retornar con otros patrones de gobernabilidad. Pero entorpecer el tráfico para ejercer una beatitud solidaria, para después pasear por la ciudad o tomarse un batido de yogurt con chocolate, como pude ver a algunos en la tienda de enfrente, causa pudor. Me produjo vergüenza ver la mirada de los que pasaban al lado; porque al fin y al cabo, no están obligados a nada.

Y la actitud de la colegiala que puede parecernos chocante y egoísta, y que lo es, desde luego, no tiene nada de reprochable (salvo por la palabrita con la  que los adolescentes se quieren hacer adultos); al contrario, es de lógica contundente: por qué no protestar en su país. Aunque pretendamos que el mundo sea una aldea global, los habitantes de cada aldea deberían ser capaces por sí mismos de resolver sus problemas. Es lo que se dirá, tan seria y diplomáticamente, cuando existen compromisos económicos en juego.

En Cuba lo saben; los intentos políticos de rescates fueron inefectivos y, vistos hoy en día, ingenuos, petulantes. Que sus pacientes habitantes se las arreglen... Con una educación secuestrada por el estado, poco más había por hacer.

Seguramente, en Venezuela, mientras haya petróleo, nulo acercamiento a nuestros iguales desfavorecidos, no habrá filosofía sublime ni idealismo al cual seguir. Si los estudiantes, quienes están dando la cara, no piensan en reparar nuestros errores previos y solo en alcanzar objetivos inmediatos (lo que costará muchas bajas innecesarias), el fracaso será más notorio. Estudiar-estudiantes en un país en el que esa condición no es mayoritaria y no se ha empleado más que para la profesionalización y la economía, no parece muy coherente con la mentalidad que mantiene a estos en semejante desgobierno.

Es que, si un pueblo acepta que su flamante ministro de Educación diga que sacarles de la pobreza es desaconsejable porque eso les convertiría en «escuálidos», esto es, dentro de su error léxico, personas prósperas económicamente, digo, mientras un pueblo acepte  eso sin inmutarse, es porque no tiene el menor interés por entender, porque ya no sabe cómo hacerlo; no sabe cómo rebatir argumentalmente una falacia tan burda. El ciego que guía al ciego…

Es que… no hay conversación.

1 comentario:

Juana Arcos dijo...

MUY buen post!! me parece superinteresante. gracias