martes, 3 de agosto de 2010

Dialéctica

No sé como lo harán otros, pero, la mayoría de las veces, suelo pensar argumentándome a mí misma. Establezco un diálogo de opuestos dentro de mis pensamientos. Ello me ha ayudado enormemente a la hora de matizar mis absolutos y a la vez, me permite comprender el otro punto de vista.

No es muy fácil el proceso ni tampoco todos los temas se prestan a estas luchas dialécticas, porque, por ejemplo, cuando pienso sobre asuntos que me molestan, tales como la posición venezolana en la ruptura de relaciones con Colombia, las continuas alusiones a la Guerra, o ya desde España, el horror de los nacionalismos, me cuesta una barbaridad abordar y continuar los discursos hasta las últimas consecuencias. La más de las veces llego hasta el umbral en el que ambas partes de mi yo podrían violentarse y quién sabe si irse a las manos.

Pero semejante método, que en ocasiones me divierte mucho y ayuda a pasar algunas medias horas de la vida, ha contribuido a generar otros pensamientos que podrían ser dignos de autorreflexiones y diatribas:

1) ¿Hasta que grado es posible halar puntos de vista contrapuestos? ¿Se puede perder el propio con la flexibilidad? ¿Los colores degradados de una opinión personal no la van enflaqueciendo, minimizando? ¿O estará bien que la anulen como una lección ejemplarizante a la hora de tomarnos tan en serio y vernos ridiculitos? Pero…y si no nos tomamos en serio a nosotros mismos, ¿quién lo hará? ¿Importa eso? ¿Sí? ¿No? Mejor me detengo acá, porque empiezo a pelearme.

2) ¿Qué va a pasar cuando no pueda controlar los yoes —o mí yo con el otro que tomo prestado— y se enfrenten verbalmente?

Y todo esto viene al caso justo por la segunda de mis obsesiones.

Ayer iba en el autobús, detrás de una mujer en los cincuenta, algo descuidada en su apariencia (como la mayoría de nosotras, ya liberadas de la coquetería malsana), quien iba conversando sobre algunos aspectos que, de vez en vez, me distraían.

Le decía a su interlocutor (no caeré en la trampa de poner ora separado con la barra inclinada), que las viviendas estaban carísimas, y que no pensaba irse a Cullera este verano porque, al fin y al cabo, a quien poco le importaba gastarse el dinero era a esa persona, cosa que ella no podía permitirse.

Ambas nos bajamos en la misma parada y entramos al centro comercial. Seguí su ruta durante un buen rato con tranquilidad hasta que noté cómo su tono de voz iba in crescendo y, ya muy molesta, casi gritaba. Claro, la gente la miraba, así que yo decidí —muy en contra de mis convicciones— sobrepasarla y echar un vistazo también. Y es que comencé a intuir que las miradas no se debían tan solo a su conversa de altura auditiva.

En efecto, la mujer no llevaba auriculares, entiéndase, no hablaba por un móvil, como de forma errónea supuse durante todo el camino previo: discurría consigo misma, o con “sus otros”.

Y ya me ha pasado muchas veces creer una cosa o la otra; es “usual” ver a una persona hablando sola aunque parecía hablar por el móvil o justo lo contrario, pero nunca había visto a nadie que conservara las pausas como si realmente hubiera alguien a quien escuchar para luego rebatir.

Pasaron otras peculiaridades con esta señora en el centro comercial. Cuando salí del supermercado escuché su voz a grito vivo, pero esta vez sí, conversando en los límites de una cabina telefónica y con el aparato en mano y oído. Pasé junto a ella y por un momento creí que fingía, quizá agobiada por cierto toque de realismo que le obligaba a valerse del artilugio para hacer creíble ante otros la necesidad de exponer sus luchas internas.

Sí, la anterior es una frase muy larga que se resume en “quizá no quería que la tacharan de loca”.

En mi cerebro llevo varios días luchando contra mi inercia de palabras escritas. Había pensado en esbozar algunas líneas sobre asuntos que realmente no me afectan. Este sí.

Cuando ustedes, amigos, me vean por la calle hablando sola, verdaderamente sola, deténganme, abrácenme y, disimuladamente, como lo hace un buen cofrade, díganme la verdad.

Quizá aún esté a tiempo de reconducir mis voces hacia el centro. Quizá aún esté a tiempo de callarme.

2 comentarios:

Inos dijo...

¿Callarse? ¿Para qué? A veces se te antoja entablar un diálogo con la única persona que puede pretender entenderte: esa que te mira desde el espejo en la mañana y te atosiga con sus "¿por qué?" el resto de la jornada.

Dialéctica de la contradicción que es uno mismo, siempre tan huérfano de respuestas.

Te abrazo, pero no te callo. Es un trato.

Anónimo dijo...

No creo que mujeres como tú deban callarse. Es más, debería prohibirseles callar. Quizá sólo desde la dialectica o la locura de hablar con uno mismo dejemos de golpear al otro con la palabra dañina y la presencia solapadora.