Acostumbro
leer alguna novela policíaca durante las vacaciones, pero por motivos que
intento racionalizar, me cuesta leerlas fuera de este período. Me entusiasmaron
los clásicos del género, pero una vez revisados, decidí que, salvo excepciones,
continuaría sagas de autores policíacos contemporáneos. Prefiero ser distraída,
no perturbada. Con estos calores se agradece que el aprendizaje lo resuelvan
otros, en este caso, los escritores. Y hay hallazgos maravillosos: gracias a
Patricia Cornwell entendí cómo funciona la cadena de ADN, desde su captación y
proceso hasta convertirse en una prueba judicial.
Hace
pocos días entraron a robar en la oficina donde trabajo. Se llevaron pocas
cosas, pero la policía científica llegó a hacer su labor. Emocionada por las
novedades, me acerqué a primera hora para observar e incluso atreverme a
preguntar alguna obviedad, a sabiendas de que conocía de antemano las
respuestas. Diligente, cedí todos mis dedos para el reconocimiento dactilar
(creo que esta denominación me la he inventado, pero no es posible asegurarlo)
y, feliz, supe por medio de los funcionarios que había dos juegos más de
huellas distintos de las mías.
Pero
todo ese instrumental científico es apetecible cuando encaja en una novela en
la que el desenlace está a la vuelta de las últimas páginas.
A
los lectores nadie nos ha dicho que el polvo para captar las huellas lo deja
todo perdido, sucio, y que el que se queda, limpia. Tampoco nos dicen que la inmaculada
ciencia es una búsqueda que se basa en más posibilidades que en hechos con
soluciones.
Para
que las soluciones se produzcan están las novelas, así sea en varias entregas. La
vida del día a día tiene manchas y hurtos que te dejan sin cosas (sin respuestas)
y quizá nunca recuperes ni se conozca demasiado el porqué de tantos desniveles.
Puede
que la novela sirva para materializar la esperanza vital. Al menos, en este
agosto que se va, ya leí un par de “materializaciones” eficientes, dopantes.
Mañana
volvemos. Así que habrá que leer las otras novelas.
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