En
una ocasión quise optar al puesto de correctora en una editorial
madrileña. Era uno de esos puestos que ofrecen las páginas de
empleo en la red. Para poder completar el registro había que
rellenar un formulario. Sospecho que fue la primera pregunta la que
impidió traspasar las fronteras: «¿Cómo actúa cuando va por la
calle y casualmente observa un error ortográfico?: a) No puedo dejar
de pensar en ello; b) Lo miro, lo corrijo mentalmente y pienso que no
puedo hacer nada más; c) Considero que no es mi problema y me olvido
del asunto».
Como
últimamente, no sin esfuerzo, intento encontrar un punto intermedio
y equilibrado de la vida, pensé que la respuesta más coherente con
la realidad de mis tiempos era la ‘b’. Si marcaba la ‘a’
hubiera quedado como una obsesiva compulsiva que, desde luego, no
consideraba pudiera interesar a un posible empleador, por todas las
consecuencias que una persona con este comportamiento puede generar
en un ambiente laboral, para mal, suponía yo.
Si,
por el contrario, marcaba la ‘c’, me hubiera manifestado como una
correctora indiferente, «pasota», con poco interés e incluso
desdén hacia una faena que se supone debería más que agradarme si
pretendía dedicarme a ella profesionalmente.
Así
que una corrección mental que tranquilizara mi inquietud excluiría
a una loca correctora de tildes, zetas y uves colgada de carteles y
adherida a lienzos y paredes con un tippex
gigante, lo que me pareció razonable y propio de un buen hacer, muy
profesional y apetecible para una empresa de las características que
suponía.
Aun así, no
pasé esa primera criba y me quedé pensando en los porqués, eso sí,
sin obsesiones, que esa era la consigna.
Hace
unos meses, esta vez en una entrevista personal, cierto editor me
dejó un material para su revisión. Me dijo que era un trabajo
urgente y que entendía que los correctores éramos seres «obsesivos
y compulsivos», que pretendíamos llegar hasta el último detalle,
pero que esa vez no me lo tomara tan en serio, por favor, por favor.
Entonces lo
comprendí: lo que puede ser un hándicap para una actividad es, sin
embargo, una virtud en otra. Parece que en el gremio es de todos
sabido que la opción ‘a’ era la correcta.
Y
otro ajuste de tuerca: no solamente en la actividad del corrector.
También he entendido que quieren que vendas como si se te fuera la
vida en ello; que manipules, exijas, grites, que obtengas sobre
cualquier pretexto lo que deba hacerse. Porque si no, lo que se te
irá es el trabajo, y sí, eso que venimos denominando «sistema»
sentencia que también perderás la vida en ello. Así que, gnomos
del tiempo, devuélvanme a unos meses atrás, que tengo que contestar
un test y decir que necesito ser una correctora obsesionada para que
me den ese puesto en la editorial de Madrid. Es que ahora esa es la
medida de la competencia y de la profesionalidad.
3 comentarios:
En la obsesión está la personalidad, querida Ada... no dejes de pensar en ello.
¡Felices pascuas!
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Saludos Cordiales; Dr. Oxel H. Portilla: Presidente.
Quién sabe las obsesiones que tendrías hoy de haber entrado en esa editorial de Madrid (con la crisis del euro y demás yerbas)... La opción B parece haber sido la correcta. Saludos
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