Un
grupo de 30-40 personas gritaba consignas por la paz del pueblo venezolano, en
contra de Nicolás Maduro y exigiendo al gobierno español una toma de postura.
Llevaban banderas, gorras, ¡cómo no! algún chándal con los colores patrios.
Frente a la Plaza de Toros, con la mirada de los policías, en pleno inicio de
las Fallas valencianas.
Las
colegialas de falda y cabellos largos salieron de la estación del metro de
Xátiva y Una preguntó a Otras qué hacían aquellos seres que clamaban por
Venezuela. Le explican brevemente que hay una situación de violencia allí por «no
se sabe qué cosas». Una le preguntó a Otras: «¿Y qué hacen aquí?».
Otras contestaron: «protestar». Una ripostó: «¿Y por qué protestan aquí?».
Otras respondieron que porque viven aquí. Una dijo, clara y sentenciosa: «¡Pues
qué se j…..!».
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Culminé
Pasaje de ida, un libro en el que quince autores buscan explicaciones para su marcha. Me agradó leer, en la mayoría de
los casos, prosas serias, cuidadas, versadas. Recordar su solidez. Críticos e
investigadores a quienes estudiamos en la carrera; algunos, contemporáneos de
las aulas; otros, escritores que son más que promesas, y al menos, un par,
admirados. Los hay que no lo aceptan bien; otros, quienes asumiéndolo y
medianamente adaptados, como Juan Carlos Méndez Guédez, no desean asimilar que
la patria puede estar en cualquier sitio, y lo refutan ante quien lo sostenga;
y están los que cerraron página y lo explican con ejemplos personales, que
hacemos propios.
Hace
poco le pregunté a un brillante compañero de clase y hoy amigo, si sentía
malestar por lo que pasa en Venezuela. «Ya no», me dijo; «no siento mayor vínculo»;
no hay posibilidades de entendimiento. Y no para la convivencia, sino se
refería mi amigo a su propio entendimiento-razonamiento y el de muchas personas
que conocemos. Y eso, que me guardaba para mí, no quise ahondarlo.
Es que esta
mañana, escuchaba por la radio a un joven periodista independiente que se ha
ido a Brasil para trabajar. Señala que es un mito la supuesta oferta de vida
que ofrece el país y lo argumentó muy bien; pero lo relevante para mí fue su
respuesta cuando le preguntaron qué extrañaba de aquí. Por fortuna, no contestó
que el jamón, la familia, los amigos, la tortilla de la abuela. Dijo que lo que
extrañaba era una «conversación», entendiendo por tal el intercambio de ideas
con inicio, desarrollo y conclusión. Agucé el oído y comentó que se encontraba
conque el común de la población solo parecía ser capaz de relatar una serie de
ideas preconcebidas, repetidas, con poca hondura, en la que el fútbol, la
musiquita, la playa y la chicas eran el eje, pero con escasa flexibilidad e
interés por el reto del desafío intelectual, por el aprendizaje y la reflexión.
Y ha sido
muy revelador escucharlo de una voz joven. Porque eso que ha dicho de Brasil, también
ocurre en Venezuela y seguramente en muchos otros países. Ha habido y habrá
personas intelectualmente valiosas, pero difícilmente unidas a otros; crean
desde su isla, reflexionan entre sí o con unos pocos encontrados en el camino
ante la admiración mutua, y, desde la soledad, deciden arraigar más su robinsonismo o partir. Algunos nos
marchamos porque la sensibilidad estaba muy herida, y esperábamos más altura de
miras, y, aunque puede que fracasemos, la diversidad de opiniones es siempre
esperanzadora. Al menos la encuentro en medios de comunicación, voces que
aparecen y se mantienen y algunos oídos, escasos, claro, pero dispuestos a ir
cambiando conforme van leyendo, relacionándose con personas mejor instruidas,
con interés por comprender parte de la cultura creativa y vital de otros seres
humanos.
No me fui
de Venezuela para que mis negocios prosperaran; menos aún para aliarme con
otros venezolanos y crear guetos, o luchar desde la distancia contra el tirano
para luego retornar y creer que hay un mundo idílico por recuperar.
Me fui
porque no había más sintonía. Ninguna ambición cultural.
Y entonces
apareció la culpabilidad. La que me acompañó aun desde antes de la partida. Por
dejarlos, por no haberlo intentado lo suficiente o a lo mejor nunca. Algunos no
hemos sabido persistir.
Y ahora
percibo que mi generación y la de nuestros padres, no sé si la de los abuelos,
nos equivocamos rotundamente. No bastaba con trabajar dignamente y formar
buenos profesionales, como nos enseñaron. La verdad es que estábamos de
espaldas a las personas a las que de manera detestable llamamos «masa», los
marginales, oía, marginados, más bien. Dimos la espalda porque siempre hemos
pensado que «los otros» estaban bien, y en un mundo perfecto, tan propio de los
venezolanos, un mundo de buenismos,
como esos que estaban frente a la Plaza de Toros cantando histérica y
ridículamente Venezuela, «de los
montes quiero la inmensidad», etc., etc., de ese mundo no podía surgir ningún
resentimiento.
Y como no
les oíamos y eran «la masa», subestimamos su poder, propio de todas las
democracias, que tanto se empeñaban los líderes políticos en anunciar. Sí, demócratas
para las urnas del sufragio, pero no a la hora de brindar educación. Nos
equivocamos y somos responsables. Cuando nos preguntamos atormentados cómo
puede haber 20 000 muertos por homicidios en un año, caemos en la trampa
de pensar que en esencia no somos violentos. Todos lo hemos sido; mis
compañeritos y yo, en aquellas aulas de Derecho, rodeados de los ranchos de La
Vega, a quienes nos importaba un comino el voluntariado o enseñar a otros lo
poco que íbamos aprendiendo. ¿Enseñar qué? La importancia de crecer
interiormente, de ser personas, no meros humanos, de estudiar las mejores
conductas de los mejores hombres y pueblos. Ayudar a entender.
Pero no,
eso nos restaba tiempo de nuestra cómoda vida. Y como no lo hicimos, míranos:
nos vamos yendo y los que no pueden o aún no quieren, padecen con amargura lo
que desde un estado de guerra permanente no se puede ni analizar siquiera,
porque es necesario protegerse y sobrevivir.
Así de
dramático es. Y, como los brasileños, me temo que los que marginamos y se
automarginaron, ya no tienen interés en pensar algo distinto del béisbol, conseguir
el aceite, la harina y la leche para cuatro días. Ello explica la pasividad «de
las masas», el que no bajen de los cerros en tropel, como pretenden muchos de
los que nada hemos hecho por nadie más que por nosotros mismos.
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Es
por eso por lo que me parece inmoral que cualquier venezolano exija a cualquier
gobierno una postura. Desde el momento en que salimos de Venezuela y nada
hicimos por su enmienda, perdimos el derecho. Si acaso, votar, si alguien
espera retornar con otros patrones de gobernabilidad. Pero entorpecer el
tráfico para ejercer una beatitud solidaria, para después pasear por la ciudad
o tomarse un batido de yogurt con chocolate, como pude ver a algunos en la
tienda de enfrente, causa pudor. Me produjo vergüenza ver la mirada de los que
pasaban al lado; porque al fin y al cabo, no están obligados a nada.
Y la
actitud de la colegiala que puede parecernos chocante y egoísta, y que lo es,
desde luego, no tiene nada de reprochable (salvo por la palabrita con la que los adolescentes se quieren hacer
adultos); al contrario, es de lógica contundente: por qué no protestar en su
país. Aunque pretendamos que el mundo sea una aldea global, los habitantes de
cada aldea deberían ser capaces por sí mismos de resolver sus problemas. Es lo
que se dirá, tan seria y diplomáticamente, cuando existen compromisos
económicos en juego.
En
Cuba lo saben; los intentos políticos de rescates fueron inefectivos y, vistos
hoy en día, ingenuos, petulantes. Que sus pacientes habitantes se las
arreglen... Con una educación secuestrada por el estado, poco más había por
hacer.
Seguramente,
en Venezuela, mientras haya petróleo, nulo acercamiento a nuestros iguales
desfavorecidos, no habrá filosofía sublime ni idealismo al cual seguir. Si los
estudiantes, quienes están dando la cara, no piensan en reparar nuestros
errores previos y solo en alcanzar objetivos inmediatos (lo que costará muchas
bajas innecesarias), el fracaso será más notorio. Estudiar-estudiantes en un
país en el que esa condición no es mayoritaria y no se ha empleado más que para
la profesionalización y la economía, no parece muy coherente con la mentalidad
que mantiene a estos en semejante desgobierno.
Es
que, si un pueblo acepta que su flamante ministro de Educación diga que
sacarles de la pobreza es desaconsejable porque eso les convertiría en «escuálidos»,
esto es, dentro de su error léxico, personas prósperas económicamente, digo,
mientras un pueblo acepte eso sin inmutarse,
es porque no tiene el menor interés por entender, porque ya no sabe cómo
hacerlo; no sabe cómo rebatir argumentalmente una falacia tan burda. El ciego
que guía al ciego…
Es
que… no hay conversación.