domingo, 22 de enero de 2012

La trampa (I)


Ayer, 31 de diciembre, regresaba de una corta caminata y me dediqué a dar un vistazo a los mayores que estaban en la calle.

Un hombre se levantaba del banco con gesto cansino y arrastrando las zapatillas de casa. Miraba a la gente como si esperara reconocer o que le reconocieran, no sé si con la esperanza de ser un invitado de última hora en la cena de esa Nochevieja.

Quizá, solamente deseaba dar el mensaje, decir la frase mágica que se repite como un mantra: «feliz año».

En una emisora radial, una tertuliana de buena voluntad pide que todos nos solidaricemos y acojamos a los solitarios en la cena. Termina dictando sentencia: «Nadie debería estar solo esta noche».

Y me percato, nuevamente, de la trampa.

Lo único malo de estar solo en no querer estarlo. Y seguramente hay muchos mayores y no tanto que no desean estar solos en estos días y en el resto del año. Pero así están porque se ha hecho lo necesario para estarlo.

Hay que tener gran fuerza de voluntad para levantarse cada mañana con dosis anímicas que inviten a sonreír; ganas y tiempo para contestar cada correo, retribuir cada llamada; medios para reinvitar a quien ya invitó, quedar al café, mantener los contactos, comprar la bandejita de dulces a quien te dice que lo tienes abandonado.

Nos percatamos de que tocar puertas constantemente es complicado, y lo es más si no eres el alma de la fiesta, ni el exitoso de turno ni el próspero empresario, el muchacho emprendedor, el «mejor» de la clase, entiéndase, el popular, claro.

Es muy difícil ser un adolescente siempre. Y resulta agotador pretender acompañar y acompañarse. 

Así que no creo que nadie que no quiera estar solo deba estar con alguien únicamente porque sí, a la fuerza, y viceversa: nadie que quiera estarlo debería ser objeto lastimero, a menos que se trate de una decisión alargada en el tiempo sin oportunidades al mundanal ruido.

Nadie que desea vivir las fiestas o no fiestas en soledad debería sentirse mal por estarlo. Los mejores deseos de los ajenos son solo cortapisas perentorias, cuyo término tiene fecha. La temporalidad es enemiga de las intenciones más sólidas.

Da igual estar solo en Navidad; lo que no es lo mismo que esté bien la soledad siempre. En estas fechas casi se agradece; en el resto de los días la soledad debería salpicarse de algunas presencias. Pero presencias que no esperen nada a cambio. De esas que se alegran porque una tarde volviste a llamarles y contaste que estás bien y leíste un buen artículo; aquel que te compró un chocolate porque sabe que te gustan y jamás se le ocurre una retribución; quien pasa por donde trabajas y te da un abrazo y dice que se alegra de verte. Y mejor, quien te cuenta historias densas, tú a él o a ella, y te deja ir hasta otra vez... o no.  Ahora entiendo que no hace falta más. Con el tiempo, el roce constante se vacía de contenidos, en particular, cuando una de las partes está tan imbuida en el sistema que ni siquiera se plantea su duda. 
  
Benditas soledades y las salpicaduras profundas, cuando ocurren; e inútiles, ¡ñoñas! conmiseraciones de quien no  puede acompañarse de sí mismo.