jueves, 8 de septiembre de 2011

Idilio

Suelo destinar mi marcalibros favorito al libro que me ofrece las mejores expectativas entre esos que están en el estante de los no leídos.

Se trata de una delgadísima lámina metálica que conduce a su cabezal, un animalito que parece un gato, o que a mí me gusta creer gato*.

Es la parafernalia que acompaña la compra de un libro, acto heroico de la economía familiar, ajuste de cuentas con la legalidad y los aparatos del derecho de autor que el sistema ha ido forjando desde hace un trío de siglos.

En fin, que no pude resistirme a mi intuición, a la buena crítica y a mis deseos de dejar transcurrir un largo rato en la librería, y he comprado algunas horas que espero me enseñen, me trasladen, absorban y casi rindan.

¿Es una actitud burguesa? ¿Me perdonarán mis propias ideas internas que la contradicen? Ahhh, no lo sé: hoy encendí la radio y decían que el Mundo, tal como lo conocemos, ha chocado con un iceberg, y he decidido financiar milimétricamente a la poderosa editorial que también debe estar fracturada; resolví evadirme y beberme el ansia de belleza; que resbale por mis mejillas y alcance el pecho y los muslos…

Y así, vencida, anhelante, oler el novísimo libro y ya en reposo, darme las gracias por tanto placer.


*Chiste de Coll:
-Señora, ese perro que va con usted parece un gato.
-¡Pero si es un gato!
-Ah, pues parece un perro.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Los tiempos, las esperas, el cuco y 15-M

Retorno a Galicia después de dos años. En Lugo, en plena Ribeira Sacra, los tiempos siguen su devenir: lentos. Aquí no se nota esa extravagancia que los de fuera denominamos crisis. Las gallinas ponen; las terneras pacen con las madres, y las pequeñas huertas continúan dando el sustento, más o menos.

Días atrás, seis horas en Madrid nos colocaban entre la hermosura y refinamiento directo, sin sutilezas, de La dama del armiño, y los escudos policiales que no nos dejaban avanzar por Sol. Entre la brisa de la avenida Presidente Carmona, en la que un jubilado ofrecía una charla agradable, y los helicópteros que por primera vez revoloteaban sin pausa.

En esta aldea lucense no puedo hacer ni recibir llamadas telefónicas. Resulta que la compañía que tantos mensajes suele enviar a diario no logrará remitírmelos aquí. No cambiaré de empresa, porque la otra, según dicen los moradores que llegan de las ciudades, sí que tiene mejor cobertura.

Solo percibo un par de diferencias respecto de otras veces: hay mucho terreno sin cultivar, por lo que cuesta encontrar algunos camiños, los atajos que acortan kilómetros para llegar a ese punto de referencia, que puede ser un roble o una enorme piedra. Y el cuco. No lo escucho por las noches. Era como un cuadro de Leonardo sonoro que acariciaba mis sueños más tempranos, antes del silencio y la niebla.

Parece que no hay cucos, o tal vez se han refugiado lejos de los faroles.

Mientras tanto, sí puedo ver las estrellas, todas las que la fragilidad de una visión de corto alcance nos deja contemplar.

Aquí no hay estrés; aquí solo se espera. Muchos podrían descubrirlo pronto.  Incluso, hasta me atrevería a invitar a los ideólogos y seguidores del 15-M a buscarse una oportunidad en pueblos como este, casi abandonados, que adornan toda España.

Pero, ¿aprenderemos a arar la tierra, despejar los caminos y sacar frutos líquidos y grasos de las pacientes vacas?

Complicado, pero todo se andará.