domingo, 30 de enero de 2011

Crecer

¡Qué difícil es librarse de los prejuicios!

Curioso, porque en la infancia estamos libres de ellos, sin arrugas, pero una buena parte de la educación formal e informal que recibimos se encarga de apuntarlos, colgarlos y embadurnarlos en algún espacio del cerebro.

Crecemos, y durante el estirón observamos como naturales ciertas normas y pautas, sin mirar a los lados, sin cuestionamientos. La rebeldía universitaria, que dura dos días, se dosifica poco a poco, y casi desaparece cuando nos acercamos a los exámenes, a la idolatrada graduación, para calzarnos con el sistema, que estatuye los prejuicios y los avala, como parte de la aceptación social.

Reflexiono sobre esto después de pasar momentos azarosos durante mi última clase del curso de ventas, un buen curso de ventas, que comparto con seis compañeros heterogéneos en edades, convicciones y mundos.

Hablábamos sobre una colección de calzado hecha especialmente "para gays". El profesor le comentaba al de la idea que tuviera cuidado, que puede resultar arriesgado lanzar una línea sin las debidas investigaciones, solo para adular a un público que suele ser exigente, que reivindica el diseño y la comodidad, pero sobre todo, la calidad. Y en particular, para un público que es lo suficientemente listo como para conocer el límite de la manipulación.

Hasta allí todo iba con normalidad; sin embargo, un chico, el más joven del grupo, comentó que tal idea tenía que ser perfecta para «las locas» y sin duda, que esa colección tenía el éxito asegurado. 

Lo que me sorprendió de las razones del compañero no fue su comentario, que prolifera en ciertos sectores, sino la juventud del chico. En un primer momento me pregunté si no  estamos en un país que estatuyó las bodas homosexuales, si no se suponía que la aceptación social tenía que seguir un camino más corto que el de otras sociedades, en fin, si ciertos planteamientos no se encuentran más que consensuados y pasados de página.

Y en mis dos días de reflexión pienso en mis propios prejuicios, en si a lo mejor los mantengo ocultos en algún rincón y en cualquier momento saldrán divertidos para hacer un daño irresponsable. Llevo años combatiendo algunos (¡si la emprendo contra todos quedaría exhausta!) y he pasado una década desvistiéndome de ciertos anatemas. 

Y pienso además que eso nada tiene que ver con nuestros gustos y preferencias. Que leo con el mismo interés ABC, pero también El País, y en cada uno aprecio articulistas estupendos; que trato con  ateos y “opusdeístas”; que un par de amigos piensan que Chávez aún es la alternativa, pero no puedo dejar de estimarles y de reprenderme por cuestionarlos solo en mi interior; que lucho por no imponer mis rutinas, como antes.

Ahora, una cara de mi trabajo personal se basa en aceptar, aparcar o desterrar conscientemente aquello que fui aprendiendo inconscientemente. ¡Y qué difícil tarea!

Quizá en esto consista crecer; es posible que la vejez solo tenga sentido si retornamos a la transparencia, si descubrimos que los afanes eran precisos para luego desahuciarlos y olvidarnos —sin Alzheimer de por medio— de pensamientos preconcebidos, nunca cuestionados, invariables e infalibles.

Este jueves le diré a mi joven compañero de aula que aprecie la cordura y brillantez en fantásticas obras de músicos, escritores, científicos; en el quehacer de empresarios, trabajadores medios y obreros, que observe en todos el mismo impulso anímico que nos obliga a SER. A ser humanos, suficiente motivo para admirar nuestros logros y  compadecernos de nuestra vulnerabilidad.