martes, 12 de octubre de 2010

Un momento en el Día de la Hispanidad


Hace tiempo, un conocido que me preguntaba la razón por la que cuando se comentaba la posibilidad de reunirnos, no le decía que nos tomáramos una cerveza, como parece ser lo habitual, sino que nos encontrásemos frente a un helado.  Me ocurre igual con el café, los vinos, refrescos, etc. A todos les digo que preferiría que el tamiz de esa tertulia se expresara, al menos en mi caso, por medio de ese fruto de la nieve.

Ello ha traído como consecuencia que mis espacios de reunión se limiten bastante. Me desagrada el alcohol; no le encuentro alegría a su toque. Nunca he bebido una sustancia que lo contenga sin que tenga que hallar razones para describir sus bondades. Ahora, al menos, está el tema del resveratrol en algunos tintos, o lo de las propiedades de la cebada. Pero hacen falta muchas dosis para que cumplan sus efectos.

En cambio, ciertos dulces —sobre todo los heladosme producen instantáneo contento. No de ese que hace saltar y cantar bajo la lluvia, sino aquel que, como un pinchazo en el recuerdo, se mueve por distintos puntos del cerebro y lo deja al abrazo de momentos que seguramente fueron gratos, y si no, en la que los azúcares sirvieron para contribuir a que se expresaran con menos dolor.

Es una alegría suave, humilde, poco ruidosa, como entiendo deberían ser las heladerías si las contrastamos con las tabernas.

Normalmente, no nos cuestionamos los gustos. Pero a veces observo en adultos de la generación que comparto una incomodidad ante escenarios asociados con la niñez y que, según ellos, deberían dejarse allí.

Al contrario, codificar las etapas vitales me parece un error. Pero ese es tema de otra reflexión. Ahora solo quiero rendirme ante la brevedad y a la vez espesura del momento del helado. Del vaso en el que se coloca una cucharada y otra más, y su derretimiento, que no puede ser rápido ni lento y que debe durar los minutos justos de esa conversación o de los pensamientos en solitario.

El final, más líquido que orondo, es mi etapa favorita. Y la guardo para mí.

A falta de mejores palabras, hallé una descripción satisfactoria en el libro de Muriel Barbery, Rapsodia Gourmet. La reproduzco, mientras pienso en  que deje de llover para celebrar mi propia hispanidad con un helado de calabaza que tiene muy buena pinta, allí expuesto, en la heladería de la Plaza de la Reina:

Adoro los helados: cremas frías saturadas de leche, de grasa, de aromas artificiales, de trozos de fruta, de granos de café, de ron, gelati italianos de solidez de terciopelo y espirales de vainilla, fresa o chocolate; copas de helado que se derrumban bajo el peso de la nata montada, el melocotón, las almendras y los siropes de todas los sabores; simples helados de palo con su cobertura crujiente, fina y tenaz a la vez, que se saborean en la calle, en un tiempo muerto entre dos citas, o por las noches, en verano, ante el televisor, cuando ya se tiene claro que así, y sólo así, se sentirá menos el calor, se sentirá menos la sed; y los sorbetes al fin, síntesis consumada del helado y la fruta, refrescos robustos que se desvanecen en la boca en un reguero de glaciar (…).

Y es que un helado no se define como azúcar-postre. En ese tema soy tajante: un helado es el momento.