miércoles, 29 de septiembre de 2010

Desahogos y huelga


Hoy transcurrió mi primer día de huelga «general» desde que llegué a España. Como cada mañana, fui a trabajar, caminé mis 28 minutos de calle y parque y, al regreso, solo porque sí, esperé que pasara el autobús en servicios mínimos para encontrarme con todos los que decidimos, libremente, ir al empleo.

No es que este Gobierno no merezca una huelga. Huelga decir lo que, incluso, su propia gente, gotea aun con la mirada. El detalle está en que estos sindicatos tampoco la merecen.

La experiencia que poseo con los actuales gremios es nefasta. Fui víctima de un elemento, hace unos años máximo responsable en Venezuela de los sindicalistas españoles, quien se saltó y vulneró unas cuantas normas para justificar un error muy grave en una convocatoria pública para un puesto administrativo. De la mano de su jefazo, se encargaron de enviarme un recadito: «Dile a la Iglesias esa…».

Un funcionario muy fanfarrón, se jactaba de haber sido sindicalista piquetero durante la dictadura franquista. Hoy es un aburguesado pro bolivariano, que vive como quiere en una Caracas que utiliza para coleccionar amigas, «negritas», como las llama, porque «en este país —entiéndase Venezuela, aunque cueste admitirlo—se vive d.p.m.».

Otro, «se dejó elegir» representante sindical de la oficina en la que trabajábamos porque era la mejor forma de viajar gratis a España». ¿En las asambleas?: «Pues te presentas un rato, firmas lo que haya que firmar, y ya. Y si no vas, ¿quién te va a estar controlando».

Los del país que dejé —por ahora— también son ejemplares. Mientras un inspector de Trabajo y amigo se encontraba de visita en Puerto Ordaz, tuvo la ocurrencia de sugerir que en una obra de construcción debería emplearse el casco. ¡Cuánta temeridad! No habían pasado cinco minutos cuando el jefe sindical de aquellos buenos muchachos de crines al aire se le encaró y de manera sutil le recomendó que si quería mantener la vida que seguramente le era tan valiosa, se marchara en el momento.

Es posible que guarde en mi memoria un par de ejemplos más, pero no cansaré al lector que quiere saber de soslayo porque no practiqué el derecho a huelga.

La ventaja y quizá la mayor desventaja de contar con un blog es que se puede usar como un vertedero chovinista (mi yo, frente a los otros), o como un estirado ejercicio intelectual (vaya, si es igual que el anterior), pero a veces, solo a veces, queda un gustito de desahogo que no admite refinamientos, sino la sencilla rabia que le ha dado origen.

Disculpe lector, si me escapo de mis máximas personales en lo que respecta a la negociación, pacifismo y capacidad de las personas para ser… en fin, todo lo que hay que ser. Pero solo por hoy creeré firmemente que a los actuales representantes sindicales hay que aplicar la sentencia de la reina de corazones de aquel maravilloso país. Y además, que aprovechen para rasurarlos. Al no ver el pelero, las diáfanas panzas los asemejarán al enemigo.

Mañana retornaremos al país de las realidades.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Libro de caras


Estoy en Gandía, frente al mar, y disfrutando de los últimos soles del verano, o mejor, de los primeros del otoño. De camino, leo un cartel en Burguer King, que pone “tómalos suavesitos”. Sé que los diminutivos no se dan bien ortográficamente ni a los hispanohablantes, pero el cartel es grande, brillante, llamativo…

Sigo. El mar, el viento, la arena fina, una bandera roja. Qué lejos están Facebook y sus galimatías. Sabré que no tengo aún síntomas de Alzheimer cuando logre distinguir a mis ex compañeras de Primaria, a las de Secundaria,  a los de Derecho, de Letras, a los ex alumnos míos y a los de mi madre, que también me escriben porque tenemos el mismo nombre.

Empiezo a reencontrarme con el pasado y me pregunto si es sano y natural. Porque, por algún motivo, eso que se llama la vida misma, hubo gente que se fue y otros nos quedamos, y hubo quienes salimos sin dejar rastro y sin derecho de réplica a los otros. O tal vez todos nos movimos de distintas maneras con la intención de no plasmar malas huellas.

¿Es este reencuentro normal? ¿Habría que haber dejado las cosas como estaban? No lo sé aún. También “lo natural” era la playa con sus palmeras y ahora hay edificios enormes y hamburgueserías enfrente. Y nadie parece incomodarse. Solo los nostálgicos.

Confieso que entré en Facebook hace tres semanas porque quería localizar a dos amigas que perdí por falta de llamadas, por acuerdos tácitos de no agresión. A una, casi la he encontrado. La otra, puede que continúe en Molfetta, aquel pueblo encantador frente a las costas del Adriático. Quizá allí no haga falta un libro de caras.

¿Mi sueño? Ver a los ojos de los que hemos reencontrado, frente a un helado, nuevos aromas por descubrir y ante una conversa más densa, con menos fotos planas y buenos o regulares recuerdos descritos, narrados y aderezados con los proyectos de vida que aún nos quedan.

Porque esta es, exactamente, la mitad de la vida.

Qué suavecito se escribe en la playa.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

La culpa es de la fábula

Todas las mañanas, a la misma hora, la paloma se posa sobre el hierro oxidado del tendedero, y una y otra vez hala con su pico otro pequeño metal, anudado al anterior e indisoluble por el nudo de años, la herrumbre, el abandono.

Pero la paloma se empeña en horadar la resistencia y dedica idénticos minutos de cada día a su tarea.

Hoy, ya un poco cansada del ruido que genera su roce continuo, he decidido dialogar:
¿Te das cuenta de que es imposible que culmines tu trabajo? Ni en un millón de mañanas romperás ese hierro; ni en un millón de días lo convertirás en rama para tu nido.  Ni siquiera vivirás un millón de minutos. ¡Es un metal oxidado y endurecido! No estás ante paja, hilos o cabellos, tus elementos habituales. ¡Y no me hables de citas bíblicas o budistas sobre los granos de arena o tierra de montañas trasladados en palas, etc., etc.!

Ella movió su cabeza de izquierda a derecha, de arriba abajo, parpadeó y me dijo:
¿Qué sabes tú de nidos? ¿Y de madres? Mi acto se convertirá en atávico. Cada hija, y las hijas de sus hijas lo repetirán durante esos millones de minutos con los que nos sentencias. Algún día lo sacarán. Y, en ese momento, como el primate de Odisea 2001, seremos libres, destrozaremos una utopía para hallar otra.

Tuve que callarme y dejar de lado tanto pragmatismo. ¡Qué fastidio con estos animales sabiondos! ¡La culpa es de Esopo, la Fontaine y Samaniego!

domingo, 5 de septiembre de 2010

Riqueza, manipulación, mal gusto… ¿quién da más?

Ya sé que cada medio periodístico tiene una postura marcada. En algunas ocasiones esta es muy evidente; en otras hay porqués retorcidos, del bando que se quiera, para todos los gustos.

Anoche, S. me llamó con cierta urgencia para ver la tele: «Mira este programa, por favor». Se trata de «Callejeros», dedicado, esta vez, a mostrarnos el lujo, la opulencia.

Quedamos con la boca abierta. Las personas se exponían, literalmente hablando, y demostraban lo mucho que poseen. Al preguntarle la periodista a una de las señoras cuál era su ocupación, contestó: «Las niñas ¡y el shopping, claro! Luego, bajo una supuesta inocente necesidad de inquirir en las razones, la misma reportera mostraba a las pequeñísimas hijas de esta mujer y le preguntaba si en sus uñas llevaban la manicura francesa, así como obtenía información sobre los múltiples tatuajes del cuerpo de la madre.

Al padre le comentaba si sus cifras eran más bien de millonario o de multimillonario. A lo que el hombre respondía un poco nervioso: «Bueno, digamos que pasan de los ocho ceros».

Luego, la diligente presentadora les acompañaba a la actividad de comprar. Así, veíamos modelitos, los caprichos de la niña mayor satisfechos al momento, las pizzas buenísimas, la propina de unos veinte euros, la suegra con sus comentarios sobre la ropa, los coches, etc., etc. Nunca se observó su entrada a una librería, al museo de la ciudad, un teatro donde comprar entradas, la galería de arte, nada. Se trataba de exponer el consumismo al más burdo estilo anglosajón. Hubo momentos en los que dudé acerca de si estábamos ante actores.

La treta es simple: ahí te muestro a estos nuevos ricos con su mascota Tacobell meándose en la alfombra de la que presume el millonario. Indígnate poco a poco, que aún queda programa.

Y es que ese era uno de los frentes. Por el otro aparecía un tipo muy esnob, en Barcelona, quien mostraba su recién comprado ático por tres millones de euros; el mismo al que atienden en un centro de belleza-barbería, en donde se intenta que ningún cliente coincida con otro a la misma hora. Luego, el yate, sus apreciaciones sobre los rumanos que aparecen en el programa durante un recorrido por la autopista y, por último, el comentario de un «amigo»: —Él es muy especial, disfruta de su riqueza y le gusta mostrarla —decía, medio en serio, medio en broma. Su amigo nunca dice que es un buen tipo, solo que es «muy él», casi lo equivalente a que es un desgraciado, a quien se padece, pues tiene mucho dinero.

Después, aparecían los veraneantes de Sotogrande, aquellos a quienes nuestra atenta periodista preguntaba qué equipos participaban en determinado partido de polo, y cuya respuesta divertía, porque lo importante era dejarse ver y los cócteles. Con curiosidad he visto al dueño del banco venezolano, el único que mencionó como su participación en el evento y luego la victoria de su equipo (¿Lechugas-Lechuzas-Lechones Caracas?), obedecía al merecido descanso luego de un año de trabajo. Por fin aparecía la palabra «trabajo».

¿Y el joven ni tan joven que no acostumbra a mostrar sus bienes, pero nos trasladó a su embarcación para hacer visible la amplísima cama, mientras aseguraba que allí cabían dos?

Bien, esa fue la muestra descarnada que el programa ofreció, como cuando nos pica una avispa y, sin querer queriendo, deja el veneno dentro.

Ante esto, se pueden resumir tres tipos de televidentes, aunque hay otros, claro está: primero, el comúnmente estúpido, el que piensa y dice «mira lo que estos tienen» y se queda arrobado; segundo, el rebelde, en el que la planta cizañera empieza a germinar esa misma noche y va sumando resentimientos. Es el que está convencido de que «ser rico es malo», como popularizó en Venezuela el discurso revolucionario, de acuerdo —siempre cuando conviene— con el bíblico. El tercer grupo, el del mundo del pillaje y el de la delincuencia organizada, que habrá tomado buena nota de los datos, caras, nombres de quienes tan ingenua y vergonzosamente han lucido su exhibicionismo y falta de sentido común, sin dejar de lado el mal gusto y la escasa sensibilidad. Por supuesto, si partimos de que toda esta gente es realmente la que dice ser.

El primer grupo es el que siempre se consideró ideal para las televisoras, para los medios en general; todos hemos pasado por esa fase y hay programas que nos dejan intactos, tontos. El siguiente es aquel al cual se dirige este tipo de programa: persigue un cruce de cables, para bien o para mal.

Entonces, ¿a qué viene toda esta larguísima exposición?

Pues que al levantarme esta mañana me he dado cuenta de que caí en la manipulación, porque anoche me fui a dormir molesta. Me creí el doble rasero con el que este programa intentó sondearme.

Ni todos los ricos son ostentosos, dilapidadores o insensibles, ni todos los de escasos recursos son humildes, ahorradores, perceptivos. Con estos y muchos otros adjetivos se pueden crear centenares de estereotipos y realidades.

¿Que el programa en cuestión no los mostró? Ya, es que parece que observar a unos señores millonarios participando en obras benéficas y financiándolas, subvencionando investigaciones científicas para la curación de enfermedades, promoviendo con sus recursos un mayor número de representaciones teatrales y musicales, invirtiendo en educación, no es rentable, no genera mala sangre. Ver a muchos millonarios con una vida natural es inadmisible para la intencionalidad de quienes solo desean efervescencia y cómo no, espectadores.

Habrá algún profesor que en clase haga visible fragmentos de este programa. Allí empezarán a formarse los tipos de espectadores que mencioné antes. Algunos estudiantes dirán, golosos, que «les molaría» vivir así la prosperidad económica, mientras que otros elevarán consignas revolucionarias. Espero que el profesor desee a todos riqueza emocional, espiritual y material, ¿por qué no?; futuros y actividades brillantes y, como consecuencia, don de gentes, con o sin capitalismo, con o sin marxismo.

Lo que no debe ser un lujo es convertirnos en buenas personas. Tampoco cuesta dinero, pero si, comprar educación, pagar por la cultura contribuye en ello, bienvenido sea.