lunes, 30 de agosto de 2010

Aulas


-I-
El paisaje amansa opiniones

Regresar a la Universidad, aunque sea por una semana, es una labor de refrescamiento, una especie de «lifting» de cara, que puede —o no— repercutir en variaciones del punto de vista, del propio, se entiende.

¿El curso?: «Español como segunda lengua para inmigrantes»; ¿lugar?: Baeza. Preciosa atalaya en la que el golpeteo de las aulas se traspasa a una introspectiva rumia, frente al atardecer de luces y sombras que ofrece la sierra de Cazorla desde el Paseo de las Murallas.

Me había olvidado de que la Universidad es un Mundo pequeño y protegido hasta que aparece la confrontación. Cuando vas desbocado, cuando no se para de hablar, alguien aparece y «te» dice esa frase necesaria para que se active el freno de la reflexión. Pero eso lo vemos ahora, no cuando veinte años atrás creíamos que bastaba con conquistar y vencer.

¡Qué maravilla el turismo-verano universitario!

-II-
Babeles

Hasta hace un par de semanas la noticia que indicaba que la Junta de Andalucía está tomando la decisión de enseñar el árabe como segunda lengua en las escuelas me resultó descabellada, así como debió resultarle al redactor de prensa que decidía publicarla en área preferente.

Ahora me encuentro conque debo pensarlo, porque escuchados los puntos de vista de quien vive y observa los cambios de una comunidad, de ese docente que todos los meses debe presentar a un nuevo estudiante de origen árabe al resto de compañeros poco dados a integrarlo, parece que contar con herramientas alternativas puede contribuir en el proceso de no exclusión.

Lamenté, eso sí, que ninguna voz reflexionase sobre el papel que juega el idioma en el desarrollo o en el avasallamiento de una cultura, temor que sí admiten quienes consideran que la inclusión del árabe en las escuelas españolas podría significar el retorno de una conquista «moderna», sueño de los nostálgicos boabdiles, dentro y fuera de estas fronteras.

Y es que todos son-somos muy políticamente correctos en el curso.  Algunos, los menos, durante el tapeo nocturno, sí que hablan de lo curioso que resulta que los centros de acogida catalanes enseñen el catalán al recién llegado. Pero nadie alza la voz para comentarlo. Al fin y al cabo, ese no parece ser el eje del curso, sino las estrategias y herramientas para enseñar una lengua (¿no hablábamos de español?) a los inmigrantes.

Al menos, nadie ha cometido la impropiedad de mencionar la palabra «castellano» para hacer contraste.

Pero la verdad, ese no es punto. Cuando, enseñante del centro de acogida, ofreces al que llega el aprendizaje de una lengua minoritaria,  lo excluyes, quieras o no, porque le estás impidiendo que se mueva en territorios más amplios que los del pueblo o ciudad donde ha llegado en un primer momento, decisión accidentada la más de las veces.

Me dirás: «—Pues para eso vamos a enseñarle inglés, ¡o mejor!, chino, pues así tendrá más posibilidades…». ¡Ojalá!, pienso, pero no te lo digo… La verdad, me encantaría dominar mi propia lengua, dos o tres de las más universales y algunas regionales, pero no tengo el don ni la voluntad. Un inmigrante tiene la necesidad, y entiendo que el catalán, una vez que se ha sumergido a la población comunitaria en un marco de obligatoriedad que marcará el camino de la autodeterminación de aquí a un par de décadas, todos sus habitantes lograrán una mayor inclusión… Esa es la teoría y a lo mejor, la pragmática.

No obstante, la inclusión es un concepto más amplio que integrar en el entorno inmediato. También se relaciona con el aporte de recursos para el vuelo, no para la asimilación, palabra temida y odiada en este curso. La consigna es no asimilar, sino interactuar.

Que nos despistamos. Hace mucho calor aquí y el pensamiento se espesa. Hay que irse al mirador otra vez.

-III-
Conocer

Reflexionar la enseñanza de un idioma desde la perspectiva de los otros enriquece la historia personal.

¿Cómo iba a imaginarme que la alumna búlgara, al mover la cabeza de un lado a otro, asentía, no negaba? ¡Si parecen cosas del Chavo del Ocho!


Ya nunca me atreveré a decirle a un inmigrante que hay que alfabetizarlo, y es que, quizá ya lo esté en su idioma, o en otros distintos del mío.

No podremos avasallar a la alumna china con tantos besos, casi mejor que con ninguno, ni estar tocando a los alumnos dándoles palmaditas, pequeños apretones de aliento, entre tantos toqueteos que se nos ocurren a los latinos.

Sin embargo, cuando puse el ejemplo que comentó Marta en mi curso de enseñanza de español a extranjeros acerca de aquella profesora que decidió ponerse mangas largas en pleno verano ante la solicitud de un alumno árabe, todos saltaron. ¿Cómo es posible? ¡No podemos caer en ello! Inaceptable. Hasta percibí una velada acusación de…«¿No serías tú…?».

Me he quedado confundida. ¿No se supone que debemos ser muy adaptables? ¿Y si esa profesora, cediendo parte de su propia autonomía cultural ganó un alumno de español?

Quiero que la estudiante china no se sienta incómoda, pero a la vez deseo mostrarle que en esta cultura tocar también tiene límites; que el estudiante marroquí no puede exigir recato en el vestir, pero que le respeto igualmente aunque lo pida; que la chica búlgara «traducirá» su gesticulación para que le entendamos los de acá; que un subsahariano, aunque sea ingeniero en su país de origen, no se molestará si le decimos que lo alfabetizaremos en español.

Por cierto, mis opiniones, cuando expreso estos menesteres, no se toman en cuenta; hay silencios. ¿Qué ocurre aquí?

¿Cuál es la maldad de decir, decir, decir y aclarar?


 
IV
Me quedo con todo

Que sí, que retornar a las aulas me ha dado un poco de vidilla. Que en tres días vuelvo al trabajo y se agradece tenerlo, pero se añora aprender y alimentarse de los jóvenes. ¡Hasta el karaoke tiene sentido!

Es que, ahora, yo era una de las estudiantes viejas. ¡Pero también una vieja estudiante!


martes, 3 de agosto de 2010

Dialéctica

No sé como lo harán otros, pero, la mayoría de las veces, suelo pensar argumentándome a mí misma. Establezco un diálogo de opuestos dentro de mis pensamientos. Ello me ha ayudado enormemente a la hora de matizar mis absolutos y a la vez, me permite comprender el otro punto de vista.

No es muy fácil el proceso ni tampoco todos los temas se prestan a estas luchas dialécticas, porque, por ejemplo, cuando pienso sobre asuntos que me molestan, tales como la posición venezolana en la ruptura de relaciones con Colombia, las continuas alusiones a la Guerra, o ya desde España, el horror de los nacionalismos, me cuesta una barbaridad abordar y continuar los discursos hasta las últimas consecuencias. La más de las veces llego hasta el umbral en el que ambas partes de mi yo podrían violentarse y quién sabe si irse a las manos.

Pero semejante método, que en ocasiones me divierte mucho y ayuda a pasar algunas medias horas de la vida, ha contribuido a generar otros pensamientos que podrían ser dignos de autorreflexiones y diatribas:

1) ¿Hasta que grado es posible halar puntos de vista contrapuestos? ¿Se puede perder el propio con la flexibilidad? ¿Los colores degradados de una opinión personal no la van enflaqueciendo, minimizando? ¿O estará bien que la anulen como una lección ejemplarizante a la hora de tomarnos tan en serio y vernos ridiculitos? Pero…y si no nos tomamos en serio a nosotros mismos, ¿quién lo hará? ¿Importa eso? ¿Sí? ¿No? Mejor me detengo acá, porque empiezo a pelearme.

2) ¿Qué va a pasar cuando no pueda controlar los yoes —o mí yo con el otro que tomo prestado— y se enfrenten verbalmente?

Y todo esto viene al caso justo por la segunda de mis obsesiones.

Ayer iba en el autobús, detrás de una mujer en los cincuenta, algo descuidada en su apariencia (como la mayoría de nosotras, ya liberadas de la coquetería malsana), quien iba conversando sobre algunos aspectos que, de vez en vez, me distraían.

Le decía a su interlocutor (no caeré en la trampa de poner ora separado con la barra inclinada), que las viviendas estaban carísimas, y que no pensaba irse a Cullera este verano porque, al fin y al cabo, a quien poco le importaba gastarse el dinero era a esa persona, cosa que ella no podía permitirse.

Ambas nos bajamos en la misma parada y entramos al centro comercial. Seguí su ruta durante un buen rato con tranquilidad hasta que noté cómo su tono de voz iba in crescendo y, ya muy molesta, casi gritaba. Claro, la gente la miraba, así que yo decidí —muy en contra de mis convicciones— sobrepasarla y echar un vistazo también. Y es que comencé a intuir que las miradas no se debían tan solo a su conversa de altura auditiva.

En efecto, la mujer no llevaba auriculares, entiéndase, no hablaba por un móvil, como de forma errónea supuse durante todo el camino previo: discurría consigo misma, o con “sus otros”.

Y ya me ha pasado muchas veces creer una cosa o la otra; es “usual” ver a una persona hablando sola aunque parecía hablar por el móvil o justo lo contrario, pero nunca había visto a nadie que conservara las pausas como si realmente hubiera alguien a quien escuchar para luego rebatir.

Pasaron otras peculiaridades con esta señora en el centro comercial. Cuando salí del supermercado escuché su voz a grito vivo, pero esta vez sí, conversando en los límites de una cabina telefónica y con el aparato en mano y oído. Pasé junto a ella y por un momento creí que fingía, quizá agobiada por cierto toque de realismo que le obligaba a valerse del artilugio para hacer creíble ante otros la necesidad de exponer sus luchas internas.

Sí, la anterior es una frase muy larga que se resume en “quizá no quería que la tacharan de loca”.

En mi cerebro llevo varios días luchando contra mi inercia de palabras escritas. Había pensado en esbozar algunas líneas sobre asuntos que realmente no me afectan. Este sí.

Cuando ustedes, amigos, me vean por la calle hablando sola, verdaderamente sola, deténganme, abrácenme y, disimuladamente, como lo hace un buen cofrade, díganme la verdad.

Quizá aún esté a tiempo de reconducir mis voces hacia el centro. Quizá aún esté a tiempo de callarme.